Cada tanto aparecen novelas que rompen silenciosamente con algunas convenciones narrativas, sin subrayar su propio experimentalismo ni escenificarlo en un ámbito que no sea el esctrictamente literario. Manigua tiene la cualidad extraña de ciertos relatos cuya singularidad radica en la naturaleza -o en la ausencia de artificio- con la que presentan el acto de narrar. En las primeras páginas el relato remeda una ficción antropológica. Pasada esa apertura, anécdotas que bordean mitologías tribales -la swahili y la kikuyu- en una atmósfera posapocalíptica se imbrican en las voces del narrador y del personaje. El cruce de voces, la disputa coral, agrega profundidad a un relato que parte de un plano -ese plano helado de las novelas de Bellatin- y se desplaza hacia anécdotas laterales. No son desviaciones del sentido ni digresiones, sino visiones paganas de alguien que ve, recuerda, y conjura la muerte lenta de un hermano. Ese alguien es Apolon, que pone o puso -según el momento de la narración- en riesgo su vida para buscar una vaca y honrar el nacimiento de su hermano en un ritual pensado para su padre. La voz encarnada y atemporal de Apolon refiere, entonces, una odisea terrestre por un suelo calcinado y a la vez mágico: un África traspapelada milagrosamente en la pluma de un argentino que vivió en México y está de vuelta. El narrador -y aquí reside la naturaleza espontánea del experimento, en el paso continuo de la primera a la tercera persona- lleva al extremo esa aventura que remite, de un modo cíclico, a la escena donde el hermano agoniza. En todo caso, en Manigua hay un oído y una voz, y tantos paisajes apocalípticos como sucesos irracionales. Además de poner en abismo el hecho mismo de narrar y dejar que la elipsis apuntale las diferentes capas de la novela, Ríos aborda poéticamente un asunto delicado e imposible: la relación con ese par semidivino que puede llegar a ser un hermano.
* Rseña publicada en Inrockuptibles de agosto.