jueves, junio 20, 2013

La promesa escondida

Me eligió como amigo. Tilda no veía en mí a un hombre. Era un ángel caído en desgracia y su parecido con Patti Smith me fascinaba cada vez que nos cruzábamos. Por ese simple parecido, por su manera de sonreír, por la impronta aristocrática que le imprimían los brazos largos, creía estar ante una mujer que en algún momento pasaría a la historia.
Era alta, sumamente pálida y de huesos marcados. Había nacido en Austin, pero a los dieciocho años había dejado el hogar paterno y desde entonces erraba. Había cruzado la frontera hacía tiempo y en México había encontrado una manera expeditiva de alimentar su adicción. No me hablaba de los hombres que frecuentaba a cambio de droga, pero sí del resto de las cosas, en especial de sus padres racistas, de William Burroughs, de Jack Kerouac, de Ellioth Smith.
En cada pueblo de México que la crucé, la vi con un lugareño. A veces con dos. Siempre estaba apática, pero algo se animaba en ella cuando me veía, como si mi presencia la transformara en la mujer que siempre había querido ser. Obtenía de los hombres la dosis de heroína y metaanfemina que necesitaba, pero lo que daba a cambio parecía ensimismarla más que la droga misma. Perdía expresión a una velocidad asombrosa, como si  se disecara en tiempo real. Y su tenue castellano se convertía en una lengua muerta.
Aunque a veces deseaba salvar a Tilda, intuía que ella había desertado del amor hacía mucho. Incluso sin conocerlo, o quizás después de pasar la frontera. Sin embargo, cuando de casualidad nos cruzábamos después de una o dos semanas, con la excusa de actualizarnos pasábamos horas juntos hasta que caía la noche y ella se entregaba a alguno de sus dealers. Sucedió en Oaxaca, Puerto Escondido,  Zipolite, pero en San Cristóbal de las Casas ya no era la misma. Yo estaba sentado en la plaza mayor, frente a la Catedral, cuando la vi pasar descalza. Caminaba como si el suelo ardiera, tratando de no apoyar la planta de los pies. Me recordó el andar de un cisne. Decidí seguirla: temí que Tilda se hubiera vuelto loca. Soplaba un viento helado, el mar estaba muy lejos, y ella, transformada en un esqueleto ambulante, vestía una remera blanca estirada y la pieza inferior de una bikini. Me resultó improbable que todavía pudiera canjear favores por droga. No sé por qué, recién entonces se me ocurrió pensar que su apariencia andrógina podía esconder alguna enfermedad.

Ella caminó diez cuadras hasta alejarse del centro de San Cristóbal. Las calles todavía estaban adornadas por guirnaldas de calaveras que se mecían con el viento y celebraban el día de los muertos. La hilera de fachadas coloridas fue declinando hacia un paisaje opaco. Un paisaje que no pisaban extranjeros. Tan ensimismada estaba ella que no pareció advertir que alguien la seguía. Cuando llegó a una cantina minúscula, yo ya estaba a un paso de ella y me disponía a detenerla: sabía qué buscaba. Adentro, en torno a botellas vacías, un racimo de hombres borrachos gritaba en una jerga ininteligible. Se rieron al verla entrar. “Pinche huerita puta”. El más joven intentó levantarse de la mesa e ir hacia ella con los puños bien apretados, pero tambaleó y cayó sobre una mesa. Ella salió, y como si hubiera sabido siempre de mi presencia, sin dirigirme los ojos dijo con labios temblorosos: “es el de remera roja y gorra”. Entonces me extendió un revolver cargado. “Quiero que mates a ese hombre, después nos vamos a donde quieras”.  

Publicado en el suplemento Cultura de Perfil, el 16/06.

jueves, junio 13, 2013

Loco al volante *

No podría decir que R. estuviera loco. Sin embargo, apenas abordé el taxi, el modo de conducir sin mirar el retrovisor, en plena niebla nocturna, me resultó alarmante. Creo que me habría conducido a mi hotelucho en Camden town, sin hablar y sin parpadear, si no pisábamos en el camino un bulto envuelto en una frazada.


R. se bajó y permaneció de pie con lágrimas en los ojos, sin apagar los faros y con el motor en marcha. Era más alto de lo que parecía sentado y cierta genética antillana le daba a su contextura una juventud que los músculos de la cara ya no tenían. “¿Está vivo?”, preguntó. Me bajé. El accidente había ocurrido a baja velocidad, pero a primera vista el hombre estaba muerto. Todo indicaba que era un homeless. Estaba en posición fetal, como si se hubiera dormido protegiéndose del frío. El charco de sangre coagulada manando del cráneo me devolvió la imagen de esos perros tumbados al costado de la ruta. A las claras, el estado de ese cuerpo no era obra de un solo auto. R. estaba al borde de una crisis nerviosa, de modo que intenté explicarle que el cuerpo había sido pisado, previamente, por varios autos más. Probablemente, antes de ser atropellado por primera vez, se hubiera congelado durmiendo y no hubiera sufrido los golpes, todo esto en caso de que una pandilla no lo hubiera ejecutado por pura diversión para luego abandonar el cadáver en medio de la calle.

Él meneó la cabeza: “creo que lo vi moverse debajo de la frazada”. No se me ocurrió qué responderle. El motor del taxi seguía ronroneando y digiriendo combustible en un barrio pobre al sur del Tamesis. Por fin se incorporó y me miró. “Sabía que iba a pasarme alguna vez. Estaba escrito”. Agregó que su vida estaba acabada. Traté de hacerle entender que él no era responsable de esa muerte. Lo tomé del brazo y murmuré: “nadie puede matar a un muerto”. Él retiró el brazo bruscamente y me pidió que lo dejara en paz. Le rogué entonces que por lo menos me llevara a destino y después resolviera su dilema. “Seguir camino, eso es lo que hicieron los cuatro o cinco autos que remataron este cadáver antes que usted”. “Yo no voy a hacer eso. No lo puedo dejar solo”. “Muy bien”, dije entre asombrado y molesto. “No voy a conseguir otro taxi. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse acá?”. “Lo que sea necesario, no tengo apuro”, respondió como desafiándome.

Pensé que si el auto seguía encendido, en breve alertaría a algún vecino pusilánime capaz de llamar a la policía. “Voy a apagar el coche”, dije. Él asintió. Una vez en el interior del auto, aunque no estaba acostumbrado a manejar del lado derecho, observé por el retrovisor que R. se había inclinado sobre el cadáver y había apoyado una oreja sobre su espalda, como si quisiera escuchar el goteo del alma al separarse del cuerpo. No lo dudé. Puse primera y avancé. En la calle no se escuchó ningún grito de protesta. Calculé que en línea recta hacia el norte me toparía con algún puente y luego con Charing Cross. Anduve unos diez minutos hasta que en una esquina dos chicas de unos veinte años extendieron el brazo. Sonreí. Parecían borrachas. Subieron y me dictaron una dirección. Les contesté que esa era mi primera noche manejando en Londres y que si me orientaban les hacía un buen precio. Ella se miraron extrañadas y empezaron a darme indicaciones para llegar a Shepperd´s bush. En ningún momento preguntaron por mi nombre, ni de dónde venía. Poco antes de llegar a destino, se besaron con pasión.



* Publicado en Apuntes en viaje del suplemento Cultura Perfil el 2/6.