Me eligió como amigo. Tilda no veía en mí a un hombre. Era un ángel
caído en desgracia y su parecido con Patti Smith me fascinaba cada vez que nos cruzábamos.
Por ese simple parecido, por su manera de sonreír, por la impronta
aristocrática que le imprimían los brazos largos, creía estar ante una mujer
que en algún momento pasaría a la historia.
Era alta, sumamente pálida y de huesos marcados. Había nacido en Austin,
pero a los dieciocho años había dejado el hogar paterno y desde entonces erraba.
Había cruzado la frontera hacía tiempo y en México había encontrado una manera expeditiva
de alimentar su adicción. No me hablaba de los hombres que frecuentaba a cambio
de droga, pero sí del resto de las cosas, en especial de sus padres racistas,
de William Burroughs, de Jack Kerouac, de Ellioth Smith.
En cada pueblo de México que la crucé, la vi con un lugareño. A veces
con dos. Siempre estaba apática, pero algo se animaba en ella cuando me veía,
como si mi presencia la transformara en la mujer que siempre había querido ser.
Obtenía de los hombres la dosis de heroína y metaanfemina que necesitaba, pero
lo que daba a cambio parecía ensimismarla más que la droga misma. Perdía
expresión a una velocidad asombrosa, como si se disecara en tiempo real. Y su tenue castellano
se convertía en una lengua muerta.
Aunque a veces deseaba salvar a Tilda, intuía que ella había desertado
del amor hacía mucho. Incluso sin conocerlo, o quizás después de pasar la
frontera. Sin embargo, cuando de casualidad nos cruzábamos después de una o dos
semanas, con la excusa de actualizarnos pasábamos horas juntos hasta que caía
la noche y ella se entregaba a alguno de sus dealers. Sucedió en Oaxaca, Puerto
Escondido, Zipolite, pero en San
Cristóbal de las Casas ya no era la misma. Yo estaba sentado en la plaza mayor,
frente a la Catedral, cuando la vi pasar descalza. Caminaba como si el suelo
ardiera, tratando de no apoyar la planta de los pies. Me recordó el andar de un
cisne. Decidí seguirla: temí que Tilda se hubiera vuelto loca. Soplaba un viento
helado, el mar estaba muy lejos, y ella, transformada en un esqueleto
ambulante, vestía una remera blanca estirada y la pieza inferior de una bikini.
Me resultó improbable que todavía pudiera canjear favores por droga. No sé por
qué, recién entonces se me ocurrió pensar que su apariencia andrógina podía
esconder alguna enfermedad.
Ella caminó diez cuadras hasta alejarse del centro de San Cristóbal. Las
calles todavía estaban adornadas por guirnaldas de calaveras que se mecían con
el viento y celebraban el día de los muertos. La hilera de fachadas coloridas
fue declinando hacia un paisaje opaco. Un paisaje que no pisaban extranjeros. Tan
ensimismada estaba ella que no pareció advertir que alguien la seguía. Cuando llegó
a una cantina minúscula, yo ya estaba a un paso de ella y me disponía a
detenerla: sabía qué buscaba. Adentro, en torno a botellas vacías, un racimo de
hombres borrachos gritaba en una jerga ininteligible. Se rieron al verla
entrar. “Pinche huerita puta”. El más joven intentó levantarse de la mesa e ir
hacia ella con los puños bien apretados, pero tambaleó y cayó sobre una mesa. Ella
salió, y como si hubiera sabido siempre de mi presencia, sin dirigirme los ojos
dijo con labios temblorosos: “es el de remera roja y gorra”. Entonces me extendió
un revolver cargado. “Quiero que mates a ese hombre, después nos vamos a donde
quieras”.
Publicado en el suplemento Cultura de Perfil, el 16/06.
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