La posibilidad de atribuirle belleza
a Buenos Aires es cuestión de voluntad. O mejor dicho, de estados de ánimo.
Hace años, cuando volvía a la ciudad y hacía el mismo recorrido desde Ezeiza
bajando en la calle Colombres, la ciudad se me representaba mítica. La decadencia,
heroica y exótica. Era una ciudad atravesada por la historia y la mirada de los
otros. Cada bache era una marca repleta de sentido. Allí donde sobresalía el
derrumbe, yo identificaba algo excepcional y artístico; nunca sedimentos de una
idiosincrasia. Parecía sobrevivir la ciudad a la que Borges le había conferido
una identidad reuniendo pedazos dispersos. Y también la ciudad que Onetti, en La vida breve, había poblado de matices
y atmósferas rioplatenses.
Con los años, en cada vuelta ese
entusiasmo romántico fue decreciendo. Entre el brillo arquitectónico de las
primeras décadas del siglo XX, empecé a observar edificaciones opacas y
burocráticas, especies de asilos encubiertos.
Buenos Aires, en esa época, seguía teniendo un aura romántica. Recuerdo
que vivía en Balvanera y volver al barrio equivalía a reencontrarme con
supuestos ancestros, con una supuesta verdad sobre la superioridad argentina
–la ciudad como potrero, la viveza criolla como destreza, la periferia como
paraíso-. Las constelaciones de hombres solos fumando en cafés a la madrugada
me resultaban maravillosas. Eran sobrevivientes y en cada uno había en potencia
una historia singular relacionada con el tango. La frustración y la resignación
se me confundían, automáticamente, con reticencia al mundo burgués. De algún
modo le atribuía a ese abandono algo del orden de la voluntad y, por ende, algo
estético. Bajo esta luz, ciertos cafés eran templos y zonas de resistencia,
nunca de exclusión o de impotencia.
Con el tiempo comencé a intuir una
forma de vacío en ese universo de hombres solos que esperan. Un vacío que el
resentimiento iba ocupando y que la mitología del tango nunca había dejado de
transmitir bajo el signo de la fatalidad. Esa misma ciudad condicionada por la
ilusión romántica, a la vuelta de un viaje reciente se reveló como una ciudad
hecha trizas. Encontré una Buenos Aires sumida en la inercia. Las mismas calles
cortadas por obras interminables o interrumpidas por vallados que simplemente
previenen de pozos tremendos. Y siempre, ante un bache gigante o una obra que
avanza a paso de tortuga, un cartel, “La ciudad trabaja”, donde en realidad
decir: “Zona muerta”. Reconocí en edificios enmohecidos un retrato de la
dictadura y de la mano de Cacciatore. Luego, en construcciones endebles y
presuntuosamente modernas del menemismo, otra colección de adefesios corroídos
por la humedad.
Sospecho que las marcas de una
gran urbe transparentan traumas históricos. La Habana, al igual que Moscú, Seúl
o Beirut, por ejemplo, son en mayor o
menor medida territorio fértil para una excavación arqueológica de traumas
sociales. Lo mismo podría decirse de ciudades como Las Vegas o Detroit, que
fueron basureros sintomáticos del capitalismo y atesoran en su centro huellas del
siglo XX. Los adefesios de la década más reciente todavía no desentonan en
Buenos Aires, no han envejecido lo suficiente para ser marcas y reflejar una
época, se mantienen bajo una línea de uniformidad. La misma que años atrás tal
vez igualaba en Balvanera a los noctámbulos solitarios y les concedía el
beneficio gratuito del misterio.
-Columna publicada en Cultura Perfil, el 29 de junio de 2014.