miércoles, julio 02, 2014

Zona muerta

La posibilidad de atribuirle belleza a Buenos Aires es cuestión de voluntad. O mejor dicho, de estados de ánimo. Hace años, cuando volvía a la ciudad y hacía el mismo recorrido desde Ezeiza bajando en la calle Colombres, la ciudad se me representaba mítica. La decadencia, heroica y exótica. Era una ciudad atravesada por la historia y la mirada de los otros. Cada bache era una marca repleta de sentido. Allí donde sobresalía el derrumbe, yo identificaba algo excepcional y artístico; nunca sedimentos de una idiosincrasia. Parecía sobrevivir la ciudad a la que Borges le había conferido una identidad reuniendo pedazos dispersos. Y también la ciudad que Onetti, en La vida breve, había poblado de matices y atmósferas rioplatenses.
Con los años, en cada vuelta ese entusiasmo romántico fue decreciendo. Entre el brillo arquitectónico de las primeras décadas del siglo XX, empecé a observar edificaciones opacas y burocráticas, especies de asilos encubiertos.  Buenos Aires, en esa época, seguía teniendo un aura romántica. Recuerdo que vivía en Balvanera y volver al barrio equivalía a reencontrarme con supuestos ancestros, con una supuesta verdad sobre la superioridad argentina –la ciudad como potrero, la viveza criolla como destreza, la periferia como paraíso-. Las constelaciones de hombres solos fumando en cafés a la madrugada me resultaban maravillosas. Eran sobrevivientes y en cada uno había en potencia una historia singular relacionada con el tango. La frustración y la resignación se me confundían, automáticamente, con reticencia al mundo burgués. De algún modo le atribuía a ese abandono algo del orden de la voluntad y, por ende, algo estético. Bajo esta luz, ciertos cafés eran templos y zonas de resistencia, nunca de exclusión o de impotencia.
Con el tiempo comencé a intuir una forma de vacío en ese universo de hombres solos que esperan. Un vacío que el resentimiento iba ocupando y que la mitología del tango nunca había dejado de transmitir bajo el signo de la fatalidad. Esa misma ciudad condicionada por la ilusión romántica, a la vuelta de un viaje reciente se reveló como una ciudad hecha trizas. Encontré una Buenos Aires sumida en la inercia. Las mismas calles cortadas por obras interminables o interrumpidas por vallados que simplemente previenen de pozos tremendos. Y siempre, ante un bache gigante o una obra que avanza a paso de tortuga, un cartel, “La ciudad trabaja”, donde en realidad decir: “Zona muerta”. Reconocí en edificios enmohecidos un retrato de la dictadura y de la mano de Cacciatore. Luego, en construcciones endebles y presuntuosamente modernas del menemismo, otra colección de adefesios corroídos por la humedad.
Sospecho que las marcas de una gran urbe transparentan traumas históricos. La Habana, al igual que Moscú, Seúl o  Beirut, por ejemplo, son en mayor o menor medida territorio fértil para una excavación arqueológica de traumas sociales. Lo mismo podría decirse de ciudades como Las Vegas o Detroit, que fueron basureros sintomáticos del capitalismo y atesoran en su centro huellas del siglo XX. Los adefesios de la década más reciente todavía no desentonan en Buenos Aires, no han envejecido lo suficiente para ser marcas y reflejar una época, se mantienen bajo una línea de uniformidad. La misma que años atrás tal vez igualaba en Balvanera a los noctámbulos solitarios y les concedía el beneficio gratuito del misterio.

-Columna publicada en Cultura Perfil, el 29 de junio de 2014. 


No hay comentarios.: