Perder el aire y recuperarlo parece una cuestión de segundos, minutos. No
mucho más. En pueblos perdidos detrás del salar de Uyuni, a cinco mil metros de
altura, entre lagunas coloradas y verdes y una fauna delicada, el aire que se
pierde no se recupera. Hay pueblos minúsculos, se ven sobre todo niños, muchos
niños entre las casas de adobe y las extensiones frías, secas y enormes del
altiplano. El paisaje parece extraído de otro mundo. Tiene algo lunar. Bajo la
misma topografía, a contra pelo de un desierto, gamas de colores oxidados y
animales que viven sin sombra.
En uno de esos pueblos, embalado en una excursión, entendí lo que
experimentan los jugadores de fútbol al viajar en la altura. Si no me hubiera
encontrado con un grupo de chicos jugando a la pelota, no se me habría ocurrido
correr. Pero por algún motivo supuse que hacer un deporte, poner en marcha todo
el cuerpo, suspendía los efectos colaterales de la altura que ya sentía
caminando por las calles empinadas de La Paz.
Los primeros cinco minutos corrí como si sobrara oxígeno y
aproveché que rivalizaba con chicos de diez años para concebir jugadas que
nunca había podido materializar en su momento con pares, en mi época de amateur.
De pronto, después de engañar a los niños autoproclamándome el Maradona del
altiplano, y pasados esos cinco minutos de gracia, sentí que mi cuerpo se
agarrotaba y se resistía a continuar. Me vino la imagen final del cuento de Di
Benedetto, Caballo en un salitral. Caí doblado en el polvo. Me imaginé encallado
y disecado en esa aridez celestial. Tardé diez minutos en moverme y días en
recuperar el aire. Por la noche, seguí en modo hiperventilación, en un refugio de
altura. Todos mis compañeros circunstanciales de viaje, un grupo de italianos y
una pareja de australianos, lograron conciliar el sueño. Yo permanecí desvelado
ése y dos días más. Renuncié a mascar coca, uno de mis pasatiempos preferidos,
y sospeché que de un momento a otro iba a desmayarme.
Una vez de regreso al pueblo de Uyuni, con vómitos y dolores de cabeza, me
escapé de mis compañeros ocasionales de viaje y me encerré en un hotel. Ante
esa soledad repentina, todos los síntomas de la altura se evaporaron. Me
desplomé en la cama y dormí hasta el día siguiente, vestido. Veinte horas de
corrido. Toda una hazaña. Miré por la ventana. Acababa de amanecer. Todo el mal
de la altura, pensé, había consistido simplemente en no acceder a la soledad en
un paisaje donde no se podía más que estar solo. Rememoré los días de excursión
y los italianos se me figuraron como demonios verborrágicos: cinco jornadas en
una cuatro por cuatro, sobre caminos pedregosos, escuchando voces desapegadas paisaje.
Había sido una excursión fatídica y un
espectáculo oral desmedido. El picadito en la altura, en realidad, había sido
catártico, una oportunidad del cuerpo para cerrarse y anularse. A partir de ese
momento, tal vez hubiera sido otro, un hombre catatónico y perplejo, una
especie de pez que bate las branquias fuera del agua y se consume lentamente,
con los ojos fijos en un cielo desconocido. Recién había vuelto a mi hábitat al
desplomarme durante veinte horas.
Las voces de los italianos quedaron en el recuerdo como murmullos. El
Salar de Uyuni se me figura hoy como un lugar irreal al que no podría volver aunque
quisiera, porque quedó asociado a esos territorios de ensueño que le faltan a la Historia , pero que llegan
con las fábulas.
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