Corría el año noventa y ocho y llevaba meses andando por Europa como mochilero.
En cierto momento, cansado de pernoctar en dormitorios colectivos de hostels y de
enfrentarme casi siempre a un roncador serial, descubrí que obtener una habitación
privada en hoteluchos periféricos era igual o más barato que quedarse en
dormitorios de ocho camas que en general estaban en el centro de la ciudad.
Además de exponerme al imponderable de potenciales roncadores, experimentaba
cada vez más la sensación estar en un internado pupilo: grandes habitaciones
con camas cuchetas y anonimato juvenil. Adolescentes que salían y volvían borrachos
antes del toque de queda de algunos hostels, y que despertaban a la mañana
cuando una empleada entraba a limpiar los cuartos.
La habitación privada en el suburbio, además, me permitía fantasear con
la idea de conocer a una chica y tener un lugar a donde ir. Con esa
expectativa, dejé mi mochila en un hotel periférico de Cracovia, enorme como un
cuartel soviético, en el que las habitaciones se sucedían a lo largo de un extenso
y frío pasillo de mosaicos, y fui hacia la plaza. Imaginaba que esa, la capital
cultural de Polonia que había alojado a Wislawa Szymborska pero había
engendrado a Juan Pablo II, debía estar llena de jazz clubs y estudiantes de
ojos claros.
Cuando llegué a la plaza, no encontré demasiada juventud y bohemia.
Había turistas dispersos en mesas, disfrutando cervezas, y algunos músicos
itinerantes. Uno de ellos, con su saxo, me llamó la atención. Llevaba una gorra
verde, el pelo largo, y se detenía a hablar con cualquier persona en un inglés hosco.
Imaginé que debía venir de un lugar lejano. Ocupé una mesa, junto a un gigantón
sueco y su hija de veinte años, y pedí mi cerveza. El saxofonista inmediatamente
se aproximó. Algo en su premura delataba mendicidad. De cerca parecía más corpulento
y hasta exudaba simpatía. Estaba curtido por la intemperie. Le preguntó a los
suecos de dónde eran. Yo aproveché entonces para preguntarle a él por su
origen. “Nunca lo vas adivinar”, contestó, y después de darme varias chances,
me respondió que había nacido en las “Falklands” pero que no era de ningún lado.
Me preguntó si las conocía y le dije que sí. “Malditas islas, una isla enfrente
de un país de mierda”. Lo miré a los ojos, buscando restos de ese paisaje muerto.
Las Malvinas eran en sus pupilas un rastro de ceniza. Cuando me preguntó de
dónde venía, me quedé en silencio. Por fin le dije: “de otra isla, Cuba”. Los
suecos me miraron maravillados. El saxofonista pareció perder el interés y
dijo, como si esto lo eximiera de seguir ante nosotros: “no tengo pasaporte”.
Luego se fue.
La joven sueca, a partir de ese momento, empezó a charlar con un interés
que el padre parecía celebrar reponiendo cervezas. Hablé de La Habana como si ahí hubiera
nacido. Falsifiqué anécdotas. Cuando anocheció, el padre de ella ya no estaba
con nosotros. Me sentí súbitamente paralizado por lo inminente: estrenar mi cuarto
suburbano con una hermosa joven de ojos claros. Pero como si me sintiera culpable
de la farsa, aplacé el momento y le propuse que saliéramos a bailar. En ese
mismo instante, en cuanto ella consintió, íntuí mi final. Nunca había bailado
en mi vida. Lo que ocurrió inmediatamente después no importa tanto. Pero puedo
decir que a las doce de la noche me encontraba solo en una disco en Cracovia, y
que mi candidata de ojos claros, al verme bailar, había ido al baño y no había
vuelto más.
- Columna publicada en Cultura Perfil, el 15 de junio de 2014.
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