Hace unos meses,
en un vuelo a Barcelona, mi compañero de asiento circunstancial –él en el
pasillo, yo en la ventanilla- me aseguró que en Argentina en poco tiempo
faltarían algunos colores. La idea de vivir en un lugar de colores escasos me
trajo imágenes idealizadas de la Unión Soviética, un reino que en mi
adolescencia presentaba una gama de grises infinita. Hoy en día, una realidad
de colores extinguidos no se corresponde con la monocromía misteriosa de La Infancia de Iván. Es una realidad sobrevalorada,
filtrada y expurgada, donde hay tres clases de hombres en vez de tres clases
sociales: los sonámbulos, los obsecuentes y los condenados.
Lo cierto es que
“el apocalíptico de los colores”, como empecé a denominar a mi compañero a
medida que pasaban las horas, a fábricas de pintura locales y había
atravesado todas las crisis con un pie en alg ún ramo de la industria nacional. Ahora iba a
una convención de importadores de pigmentos organizada por un gran distribuidor
español. En lo que duró el viaje, me detalló los secretos del negocio, aunque
tales secretos ahora fueran inútiles debido a las dificultades para retirar de
la aduana materia prima o encargarle al importador la cantidad de materia
deseada y, como si fuera poco, conseguir autorización para girar dólares al
exterior y pagar los costos. Incluso con todo en regla, ciertos pigmentos
quedaban varados en la aduana, le pedían papeles sólo para demorar la entrega y prevenir así –razonablemente- que ciertos
importadores acumularan materia prima y especularan. Los trámites le salían
observados y debía comenzar todo de nuevo. Con las cuotas de importación que le
imponían, iba a terminar cerrando su empresa, como le había sucedido en el
ochenta y nueve y en el dos mil uno. Si bien había una dosis de honestidad y
realismo en su alegato, subyacía también un dejo melodramático profesional y
una debilidad por ese modo acomodaticio de expresión, la queja –todo tiempo
pasado siempre fue, no mejor, sino menos malo-, bastante extendido en esta
época de dólares difíciles. era un atribulado
importador de pigmentos, de unos sesenta años, que abastecía
La respuesta a
la especulación de la burguesía fue la burocratización, le dije. No es el mejor
camino, pero es un camino legal, aunque por momentos uno tenga la impresión de
vivir no en un país atrasado, sino en un país que de tan cartesiano se ha
vuelto kafkiano. Me miró pensativo. Sus ojos parecían decir: “tal vez el drama
de la burocracia no sea para tanto.”
Al bajar y
recordar la historia de este hombre, comprendí que un avión es un gran lugar
para encontrar retazos de la Historia. Y que en quienes viajan también volvía
la historia nacional, no sólo la historia personal. Traté de recordar otras
historias de cabina que encarnaran la historia perentoria de un país o una
geografía y revelaran una ideosincrasia. Recordé a un exiliado venezolano que
vivía en Nueva York porque en Caracas ya no conseguía sus perfumes preferidos.
A una diseñadora de ropa de San Pablo que volaba a Buenos Aires para copiar
modelos que a la vez eran una copia de los franceses o ingleses. A un joven
golfista coreano prodigio que visitaba Seúl y no recordaba casi su lengua
materna. A trabajores de la construcción que volvían desahuciados de Qatar a su
Pakistán natal a pasar quince días y se
preparaban para migrar y servir en breve, como mano de obra esclava, sin opción
de colores, en cualquier otro país de Medio Oriente.
* Publicado en Perfil Cultura el 19 de octubre de 2014.