martes, octubre 21, 2014

Lejos del paraiso *

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El Sargento podría ser un pueblo de alguna película de los hermanos Cohen filmada en Baja California. Se llega desde La Paz, atravesando suburbios y cementerios de chatarra, por un camino de tierra. Algo en el clima, en el polvo estático que carga en el aire, anticipa un páramo misterioso.
Valentina y yo llegamos sin saber mucho sobre ese pueblo a orillas del Mar de Cortés. La escasa información disponible en internet dejaba suponer todo. Entramos al lugar al atardecer en un auto alquilado. A los costados de la calle principal –simplemente una ruta fantasmal, como en el lejano oeste-, estaciones de servicio, algún almacén desierto, corralones, casas inexpresivas, cactus y algunos arbustos secos, una visión residual del mar, algún rancho donde se vendían hamburguesas y onion rings frecuentado por algún veterano del mid west norteamericano que había llegado a pasar vacaciones económicas, en familia, en algún all inclusive. Sobre la orilla del mar, hoteles en decadencia, corales de basura y algas estancadas, botes que algunos lugareños alquilaban a turistas para que incurrieran en la mítica pesca del dorado.
Seguimos las coordenadas que Jack Norris nos había dado por internet para llegar a su rancho. Nos dijo que Guadalupe, su casero, nos iba a estar esperando en la tranquera. Pensamos que calles adentro el sitio presentaría otra cara. Pero no había más que lotes dispersos con casas prefabricadas y hordas de mosquitos. Recién ese momento un dato irrelevante pasó a ser esencial: no sabíamos quién era Jack, nunca lo habíamos conocido en persona ni hablado, pero había sido el único que en toda Baja Califonia, en un sitio de homeexchange, se ofreció a prestarnos su casa. Sin nada que perder, habíamos imaginado que El sargento, con el Mar de Cortés a un lado, no podía estar lejos del paraíso.
La arena gruesa y sucia, la atmósfera de tierra sin ley que alimentaban las camionetas pasando con rancheras a todo volumen, reproducían los clisés de algunas películas clase B norteamericanas ambientadas en la frontera. En el portón de entrada a la casa de Jack, nos esperaba Guadalupe con la llave. Era un hombre sin edad, de expresión inocente y voz aguda. Al hablar, le temblaban las manos. Pronunciaba el nombre Jack abriendo los ojos, en éxtasis. Nos trató como si nos conociera pero en cuanto nos abrió el rancho, se esfumó como si fuéramos fantasmas.
La construcción era tosca. A un lado había un galpón cerrado y sin ventanas, bajo cuatro llaves. En el interior de la casa sólo había una mesa de pino y dos sillas.  Las paredes estaban tapizadas de fotos antiguas que mostraban El Sargento encarnando un paraíso agreste que tal vez Hemingway no habría desdeñado. Otras fotos mostraban escenas de pesca donde Jack, bastante joven y con un bigote tupido, exhibía piezas de pesca junto a Guadalupe. En otras fotos aparecía con dos chicos rubios, de expresión enfermiza, que debían ser sus hijos. Dedujimos que nadie había entrado a esa casa en los últimos años. En las alacenas encontramos toda clase de enlatados vencidos. El racho parecía el refugio de un hombre solo o buscado por la ley. Escaleras arriba había un cuarto con un catre enclenque, un armario con candado, una botas texanas y un machete. El conjunto nos convenció de que tiempo atrás, ahí, algo terrible había ocurrido y Jack nos había invitado a descubrirlo. Antes del amanecer, subimos al auto y huimos de ese paraíso negado.  


* Publicado en Cultura Perfil el 21 de septiuembre de 2014.

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