El
Sargento podría ser un pueblo de alguna película de los hermanos Cohen filmada
en Baja California. Se llega desde La Paz, atravesando suburbios y cementerios
de chatarra, por un camino de tierra. Algo en el clima, en el polvo estático
que carga en el aire, anticipa un páramo misterioso.
Valentina y yo llegamos sin saber mucho sobre ese pueblo a
orillas del Mar de Cortés. La escasa información disponible en internet dejaba
suponer todo. Entramos al lugar al atardecer en un auto alquilado. A los
costados de la calle principal –simplemente una ruta fantasmal, como en el
lejano oeste-, estaciones de servicio, algún almacén desierto, corralones, casas
inexpresivas, cactus y algunos arbustos secos, una visión residual del mar,
algún rancho donde se vendían hamburguesas y onion rings frecuentado por algún veterano
del mid west norteamericano que había llegado a pasar vacaciones económicas, en
familia, en algún all inclusive. Sobre la orilla del mar, hoteles en decadencia,
corales de basura y algas estancadas, botes que algunos lugareños alquilaban a
turistas para que incurrieran en la mítica pesca del dorado.
Seguimos
las coordenadas que Jack Norris nos había dado por internet para llegar a su
rancho. Nos dijo que Guadalupe, su casero, nos iba a estar esperando en la tranquera.
Pensamos que calles adentro el sitio presentaría otra cara. Pero no había más
que lotes dispersos con casas prefabricadas y hordas de mosquitos. Recién ese
momento un dato irrelevante pasó a ser esencial: no sabíamos quién era Jack,
nunca lo habíamos conocido en persona ni hablado, pero había sido el único que en
toda Baja Califonia, en un sitio de homeexchange, se ofreció a prestarnos su
casa. Sin nada que perder, habíamos imaginado que El sargento, con el Mar de
Cortés a un lado, no podía estar lejos del paraíso.
La
arena gruesa y sucia, la atmósfera de tierra sin ley que alimentaban las
camionetas pasando con rancheras a todo volumen, reproducían los clisés de
algunas películas clase B norteamericanas ambientadas en la frontera. En el
portón de entrada a la casa de Jack, nos esperaba Guadalupe con la llave. Era
un hombre sin edad, de expresión inocente y voz aguda. Al hablar, le temblaban
las manos. Pronunciaba el nombre Jack abriendo los ojos, en éxtasis. Nos trató
como si nos conociera pero en cuanto nos abrió el rancho, se esfumó como si
fuéramos fantasmas.
La
construcción era tosca. A un lado había un galpón cerrado y sin ventanas, bajo
cuatro llaves. En el interior de la casa sólo había una mesa de pino y dos
sillas. Las paredes estaban tapizadas de
fotos antiguas que mostraban El Sargento encarnando un paraíso agreste que tal
vez Hemingway no habría desdeñado. Otras fotos mostraban escenas de pesca donde
Jack, bastante joven y con un bigote tupido, exhibía piezas de pesca junto a Guadalupe.
En otras fotos aparecía con dos chicos rubios, de expresión enfermiza, que
debían ser sus hijos. Dedujimos que nadie había entrado a esa casa en los
últimos años. En las alacenas encontramos toda clase de enlatados vencidos. El
racho parecía el refugio de un hombre solo o buscado por la ley. Escaleras
arriba había un cuarto con un catre enclenque, un armario con candado, una
botas texanas y un machete. El conjunto nos convenció de que tiempo atrás, ahí,
algo terrible había ocurrido y Jack nos había invitado a descubrirlo. Antes del
amanecer, subimos al auto y huimos de ese paraíso negado.
* Publicado en Cultura Perfil el 21 de septiuembre de 2014.
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