martes, febrero 05, 2008

El banquete de las utopías *

Que la literatura tenga posibilidades de predicción hoy no importa mucho. Aunque el utilitarismo profético de la ciencia ficción ha sido desbordado por la historia, por suerte el género conserva, como la filosofía, la posibilidad de formar sistemas de conocimiento. Sus cultores más audaces y salvajes, Arno Schmidt, Mervyn Peake, Angela Carter y, por qué no, la reciente Nobel Doris Lessing, combinaron pesadillas de la civilización con un lenguaje excéntrico. Esas pesadillas, en general vinculadas a distopías y a mutaciones sutiles en las conductas sociales, en realidad no fueron más que páginas en blanco para desarrollar y acelerar una reflexión sobre la condición humana. Como advierte Capanna, “en la ciencia ficción madura, el futuro no es más que un expediente para extrapolar ciertas conclusiones que surgen de una problemática actual.”

En este punto, no hay predicciones cumplidas o incumplidas, sino ambiciones y ampliaciones estéticas que se vuelven actuales si alcanzan a un individuo. Podría pensarse que los infiernos desérticos de J.G. Ballard en El día de la creación, o las punzantes visiones amorosas M. John Harrrison en El curso del corazón, funcionan como problemáticas sumergidas que el lector debe despejar en sí mismo. La experiencia de un solo lector desvía de por sí el sentido predeterminado de cualquier ficción, volviéndola una instancia real de azar, es decir, una promesa de la literatura cumplida en el caso de una vida.

Hoy en día el fantasy ha sido fagocitado por la industria del entretenimiento visual y por el mismo futuro que la ciencia ficción anticipaba en sus orígenes. Así, la experiencia de un lector de género, al igual que la de cualquier lector apasionado, es la de un Stalker, esa clase de místico contrariado que, en el inolvidable film de Andrei Tarkovski, accede a una zona fenoménica: una zona trascendental en la cual es posible cumplir los deseos más íntimos. El fantasy hoy parece estar más cerca de una encrucijada estética que del pulp, más cerca de la crítica social que de la exaltación cientificista, y puede inducir en el lector insomne una expansión de la conciencia parecida a la de esos psicotrópicos que inspiraron la Interzona de El almuerzo desnudo.

A veces ese lector hace de la experiencia una situación de inspiración. Deleuze escribiendo sobre William Burroughs, por ejemplo. Capanna sobre Andreí Tarkovski, o, en Ciencia Ficción. Utupía y mercado, analizando la prehistoria y la historia de este género y sus relaciones con los cambios de paradigma y los vaivenes políticos del siglo XX. El ensayo de Capanna cumple con una doble ambición: en sí parece una singular enciclopedia borgeana que reinventa y cronometra, con una erudición implacable, la mitología de un género repleto de precursores; así se empareja con su objeto de estudio y se vuelve un eslabón fundamental en el banquete incomprendido del pensamiento utópico. Por otro lado, se despega de sus referentes al actualizar los alcances del género y plantear nuevos dilemas que son, menos de un género en especial, que de la literatura en general. La tensión entre cultura de masas y alta literatura, hoy en día, está más allá de géneros y subgéneros. Si el público de la ciencia ficción, como señala Capanna, en un principio estuvo mayormente formado por científicos, y más adelante por una masa heterogénea que buscaba entretenimiento y evasión de la realidad, hoy en día, cuando los géneros no son utilitarios ni contraculturales, ese “encuentro del espacio interior con el espacio exterior que auspiciaba Ballard” parece sólo probable fuera de las convenciones y las modas, en el campo minado de las elecciones estéticas.


* Columna publicada en la Revista Ñ el sábado 2 de febrero.