Nada tan angustiante como esperar la vuelta. Después de viajar varios meses
de mochilero, el tiempo se detuvo por primera vez a los veinte años. El día, a
orillas del Bósforo, era luminoso. Yo estaba sentado en la mesa de un bar
desierto, sin nada en el mundo, salvo el roce de una brisa onírica. La visión
de una posible soledad futura se presento de repente. La idea de volver a
Argentina trajo la de llegar a la muerte solo e impar. Abrí un cuaderno y pensé
que mientras no encontrara a mi par, podía improvisar una novela publicable. Me
figuré que la posibilidad de publicar podía suspender cualquier acceso de
mortalidad. Pensé en todos los escritores para los cuales la solemnidad era un accidente
inefable del talento. Imágenes borgeanas como la “unánime noche” de golpe me parecieron consecuencia de un don fuera de control. La
solemnidad, además de la mortalidad, sobrevolaban el Bósforo. Estambul era el
territorio retirado de una batalla interior. La solemnidad no puede ser parte
de un programa estético, me dije. El antídoto es la ironía. Ironía y solemnidad
sin embargo son la consecuencia catastrófica del compromiso. Del atentado
poético. De explorar la capa más patética de lo literario. De lo literario como
efecto colateral de la poética.
Todas estas ideas se encabalgaban rápidas, iguales a voces en la cabeza
de un loco. Se me ocurrió que volvería a ese rincón del Bósforo a tomar té cada
mañana y a ensayar las afecciones de un escritor. Transcurrieron quince días
que recuerdo como un largo día, una cicatrización que la emoción de lo exótico fue
estirando.
Novelé en esas dos semanas la biografía de un mochilero con el cual
había viajado en Marruecos y al cual le había regalado los manuscritos de
novelas truncas que había cargado en la mochila con la ilusión de encontrar
editor en Europa. Denny era hijo de un industrial taiwanés arraigado en Brasil,
había nacido en San Pablo y tempranamente le habían diagnosticado esquizofrenia.
Hasta los dieciocho años había vivido en un barrio cerrado, prácticamente
aislado y bajo tratamiento, y recién cuando entró a la universidad para estudiar
psicología y conocer su propia afección, tuvo su primera novia. Luego una
segunda y una tercera. Todas lo abandonaron, según él, por razones vinculadas a
su enfermedad. Desertó de la universidad, convencido de que la cura no vendría
del estudio, y se analizó durante un año con una lacaniana. Después de sucesivos
periodos de depresión, tomó la decisión de irse de viaje, pese a la oposición
de la familia, y curarse en la ruta. Sin medicación y con dosis de hashish
diario, descubrió que su enfermedad no existía. Me lo contó en un tren apestado
de polizones y traficantes que atravesaba la noche del Magreb. Nos llevo unos
días llegar al borde del Sahara. Allí le entregué los kilos de solemnidad impresa
que había acarreado desde Buenos Aires y lo despedí para siempre. Como otros
tantos mochileros que llegaban hasta ahí, siguió viaje hacia Mauritania,
Senegal, Mali. Mucho después supe que había iniciado una nueva vida en Taiwán tras
publicar varias novelas malas y solemnes en Brasil, y que se había casado con
una prima y tenido un hijo.
Antes de dejar ese hueco
que había cavado a orillas del Bósforo para escribir algo publicable, releí la
biografía de Denny y decidí enterrar el cuaderno ahí: donde se había gestado. Me
convencí de que ni esa ni ninguna forma de escritura por venir estaban
destinadas a combatir la propia mortalidad.
. Publicado en Perfil Cultura, el 25 de agosto.