De todas las sorpresas
que me deparó la pileta en Corea, la primera se manifestó en el vestuario. Los
coreanos desnudos tienen algo andrógino, no terminan de ser hombres sin ropa. Se
secan la piel con secadores de pelo y luego se untan cremas frente a un espejo
de cuerpo entero. Tienen algo excesivamente femenino, un pudor asentado en el
modo de moverse y no cruzar miradas. El mismo pudor se percibe en las mujeres,
pero en la calle.
Una vez en la pileta me
topé con una segunda sorpresa. No supe dónde poner la toalla y las ojotas. No
había un espacio predeterminado, ni indicios de que la docena de nadadores presentes
hubiera dejado sus posesiones en algún lugar. Como si no conociera oriente, no advertí
que en ambientes privados se privilegia el contacto de los pies con el suelo.
Recordé que en la ducha todos estaban descalzos y que en un corredor aledaño colgaban
de ganchos varias toallas y elementos de higiene.
Aunque no soy
profesional ni formé parte de equipos de natación –el entrenamiento grupal
arruina el encanto solipsista y rústico del nado y lo transforma en deporte
social-, soy un esteta del movimiento,
un ser autocrítico que por conocer debilidades y falencias propias invierte
mucho tiempo buscándolas en los demás. El buen nadador, además de tener un
ritmo regular, se caracteriza por producir en el desplazamiento horizontal una
ilusión de verticalidad.
En los minutos que
invertí en el borde experimenté una tercera sorpresa: nadie sabía nadar crawl
aceptablemente ni dar la vuelta americana. Tal vez consideraban el crawl un
género menor. Tiendo a creer esto último y no que los coreanos estén
incapacitados para ese estilo. El género mayoritario, a las claras, era
mariposa. Lo practicaban con un talento admirable. Me atrevo a arriesgar que el
oriental, por su contextura física, tiene un don para este estilo evanescente y
a la vez salvaje. Incluso las aptitudes motrices del nadador coreano más torpe
resultan menos disruptivas en mariposa que en crawl. Deben practicarlo no como
género excepcional sino como género central; de otra manera es incomprensible
que gente mayor de edad arriesgue la salud de sus vértebras. Para un coreano
nadar es sinónimo de mariposear en el agua. Después de la mariposa, el estilo
predilecto –aunque la idea de que el estilo sea un género me convence más-, es
el pecho. El más impopular, espalda.
Noté que después de dos
largos todos paraban a descansar. Casi siempre eran más los que descansaban en
el borde que los que nadaban. Incluso para hombres atléticos parecía estar
prohibido nadar más de dos largos de corrido. Nadar ocho o diez largos
continuos comenzó a producirme pudor y de a poco, para no quedar estigmatizado
bajo el rótulo de “exhibicionista aeróbico”, me plegué al hábito de holgazanear
en el borde. Entre tanto descanso, pude observar que por una puerta lateral esmerilada
se esfumaban varias nadadoras. Esa puerta empezó a ser un enigma cuando cinco ninfas
expertas en estilo mariposa de pronto emergieron del agua, corretearon
sincronizadamente, como si salir de la pileta fuera una disciplina
artística, y se perdieron en esa otra
dimensión. Una celada para extranjeros, pensé. Al rato percibí que también
algún hombre atravesaba esa puerta y pasaba al otro lado suspirando. Me dije
que la siguiente vez, con más coraje, familiarizado con el clima extraterrestre
que fomentaban los cultores de la mariposa, me animaría a transitar el más allá.
- Publicado en el Suplemento Cultura Perfil, el 28/07.
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