Ninguna mujer, ninguna hembra, accedió al Monte Athos en los últimos
siglos. Sólo gallinas ponedoras de huevos interrumpen la autosuficiencia de esa
tierra de hombres místicos y castigados. Es lo que escuché y la razón por la
que una mañana temprano estuve en el embarcadero de Ouranópolis, después de
interminables trámites burocráticos para obtener mi diamonitirion y peregrinar cuatro días al lugar que más debe
parecerse a otro planeta o al infierno.
Lo cierto es que el día señalado, desde temprano, las ráfagas de viento impedían
la partida de barcos y ferrys. Por esa clase de irracionalidad presente en
cualquier oficina pública del mundo, el permiso de visita era válido en tanto uno
cumpliera con la restricción de entrar y salir de la zona sagrada los días señalados.
Por ende, si perdía la posibilidad de embarcarme hacia Dafne, el puerto más
cercano al corazón del Monte, mi diamonitirion
caducaba. Obtenerlo había insumido días de trámites en la Oficina del Peregrino,
respondiendo a preguntas tan absurdas como las de un visado norteamericano.
Por fortuna había otras cien personas en mi situación. No me resultó
difícil simpatizar con un puñado de rumanos perseverantes. Eran ocho. Cargaban
todo tipo de bártulos y heladeritas con víveres y bebidas. Un cincuentón al que
llamaban Radu les daba órdenes sin moverse; los formaba constantemente como si estuviera
a cargo de un batallón de inútiles o de locos. Quizás aburrido de tanta
disciplina, se detuvo a hablarme: “Parecés el único joven con fe en el puerto”.
Todo asomo de ironía se evaporó de sus rasgos opacos cuando le dije que era sudamericano.
“Amigos, entonces”, contestó. Me palmeó la espalda con un afecto infundado y me
invitó a formar parte de “la excursión”. Sus subalternos podían cargar mi
equipaje si teníamos que caminar algún tramo. Todos trabajaban con él en la policía
de Bucarest, de la cual él mismo era jefe absoluto. Habían planeado unas vacaciones
corporativas, sin excesos; cuatro días de merecido retiro espiritual durante
los cuales, de paso, él buscaría a su hermano menor, confinado en uno de los
monasterios desde hacía treinta años. Pero si no conseguían un vehículo para
hacer el camino por tierra, iban a tener que volver con las manos vacías “al prostíbulo
más grande de Europa”. A continuación me recomendó pasar unas vacaciones en Bucarest
y se ofreció a convidarme las muchachitas más tiernas de los Balcanes si lo
visitaba. Me pregunté el por qué de semejante oferta. Tal vez todos sus
subalternos hubieran comenzado así.
Mientras yo perdía la ilusión de conocer a esa casta de hombres en
cautiverio y me convencía de que el Estado Autónomo Monástico del Monte Athos podía
ser, a esta altura del siglo XXI, una atracción destinada a policías corruptos,
políticos culposos, artistas enamorados de lo exótico y cristianos ortodoxos que
necesitaban invertir ahorros, un lugareño de Ouranópolis se acercó y le dijo a Radu
que el viaje costaba ochocientos euros. El camino al Monte era de ripio y nadie
quería arriesgar por menos su camioneta. Asintió y extrajo de un bolsillo un
fajo de billetes. Al rato, sus subalternos subieron como ganado a la caja de
una F100. Radu me clavó los ojos, desde la cabina, como si hubiera depositado
en mí una esperanza secreta. “¿Subís?”. Poco después, incluso entre el polvo
que levantaba la camioneta al alejarse, siguió mirándome, como si en el fondo
hubiera jugado con la esperanza de modelar en mí al hermano que quería
encontrar.
-Publicado en el Suplemento Cultura Perfil, el 14/07/2013.
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