La perspectiva de que la cuarentena
termine es cada vez más lejana, aunque adquiere rasgos flexibles para las empresas. Pero para un trabajador independiente, la cuarentena tal vez sea eterna. Ya nos hacemos la idea de pasar el invierno
lejos de Buenos Aires, en un exilio imprevisto. Casi podríamos decir que la duración de la
cuarentena nos fue convenciendo de la futilidad del Virus. A la distancia, las
noticias hablan de una ciudad encajada en formas de ciencia ficción y de gente que
se dispara para todos lados, desesperada por salir de sus casas.
Si volvemos, tememos no poder salir de
Buenos Aires nunca más. La ciudad se nos representa como una trampa con libertades impracticables. Por momentos los gobiernos locales han olvidado que la finalidad
de la cuarentena en países subdesarrollados era frenar los contagios y
preparar el sistema de salud. Ahora noto una tendencia automática a la hora de
confinar a la población. Y no hay forma de resistir la autoridad, porque es la autoridad abstracta de un Virus que se ha ganado incluso el alma de los más incrédulos y conspiranoicos. He aquí una nueva
normalidad: vivir en cuarentena. Vivir al filo. Vivir en la escasez. Después de un mes y medio la anomalía pasó a ser caminar, socializar, conversar con alguien sin que medie el espanto o la mirada parapolicial. La socialización quizás quede en
el pasado. Como una forma excéntrica de relacionarse del humano sobre la tierra,
un modo que antecedió a un cambio de paradigma en el siglo XXI. Quizás el siglo
XXI haya comenzado recién ahora.
A la vez, no sólo el mundo sino el
capitalismo no volverá a ser el mismo, porque el uso del tiempo se verá
radicalmente modificado. La médula del capitalismo reside en el empleo del tiempo.
Si esa médula se ve afectada –o enferma-
el capitalismo funciona como una máquina averiada. No se si recuperará
simbólicamente de la deficiencia que señaló, todavía más que una revolución, el coronavirus.