Desde
la invención del Bafici, cada año, después de un début maratónico a los
veintiún años en la edición de mil novecientos noventa y ocho, cuando era capaz
de ver seis películas por día, mi rendimiento fue inversamente proporcional a
mi edad. Estimo que mi retiro de las
grandes ligas cinéfilas se aceleró cuando desde el Gobierno de la Ciudad desplazaron
el festival de ese epicentro festivo y equidistante que era el Abasto y lo
implantaron en una de las zonas menos equitativas de la ciudad. Tal es así que
este año vi una sola película, un retrato fenomenal de Las Vegas.
Nunca
estuve en esa ciudad, pero no puedo negar siempre me tentó la experiencia y
alguna vez, de visita en Nueva York, jugué con la idea de comprar una de esos
tickets baratísimos de último momento. La ciudad en el imaginario popular es el
pináculo de perdición y la ostentación de la clase media norteamericana. Las
vistas panorámicas en las veladas boxísticas televisadas por ESPM desde Hotel MGM,
sin embargo, confirman ese lujo artificial. El azar me condujo hacia una de las
salas subterráneas del Village Recoleta, que por su escenificación podía ser
parte de la misma ciudad que el director del film en cuestión diseccionaba con un
ojo etnográfico y frankfurtiano -equiparable al de Harum Faroki en sus primeros
films-.
Ninguna
película como Las Vegas en 16 partes
se adecúa mejor a los fines de ésta columna de viaje. El director, Luciano
Piazza, viajó durante más de un año a Las Vegas y en sucesivas inmersiones en
el formato 16 mm absorbió pedazos de una ciudad inventada por la industria del espectáculo
a mediados del siglo XX, en un área donde nadie en su sano juicio desearía
vivir. Improvisó, a partir de esos fragmentos, un ensayo en torno las liturgias
del consumo analógico, liturgias ajenas al mundo virtual, con el mérito de
exhibir cada trazo humano que queda atrapado en los engranajes de ese monstruo
urbano, sin imprimir una mirada cínica, ni moral ni humorística. Los
personajes, visitantes reales de Las Vegas, habitan la pantalla durante unos
pocos segundos como héroes minúsculos de la aventura que propone esa ciudad en
continuo naufragio. Son estrellas fugaces que no obstante, en el modo de declamar
su pulsión frente a la cámara –como si confesarse formara parte también del
entretenimiento-, se humanizan. La ciudad los vuelve finitos: parte de un
montaje para la posteridad.
Al ver
ese híbrido de ensayo, documental y ficción, sucumbí a la tentación de
preguntarme si Las Vegas es realmente una ciudad y si no debería definirse más
bien como parque de diversiones y de terror para adultos. Las Vegas no tiene
habitantes permanentes o ciudadanos, nadie nace, vive y muere ahí, aunque
transitoriamente, para garantizar el funcionamiento de esa gran marca norteamericana
durante las veinte cuatro horas los trescientos sesenta y cinco días del año,
residan como mano de obra o marco vivo seiscientas mil personas.
Las Vegas en dieciséis partes
constituye, en definitiva, un tipo de viaje diferente al que se suele abordar
en este tipo de columnas, pero al salir del cine tuve la sensación de haber apresado
por un instante el alma de una ciudad que se reversiona a sí misma. Luego tuve la
certeza de que esa sensación era deudora de una mente cinematográfica que
estudiaba en cada vida la promesa de un ciclo de fortuna, plenitud y vacío,
para desentrañar las relaciones más ocultas entre capitalismo y deseo.
* Columna publicada el 15 de mayo de 2016 en Perfil Cultura