Las
ciudades que siempre uno ama y odia son aquellas a las que tiene que volver en
el recuerdo. También, aquellas en las que uno tiene que volver a altas horas, o
tal vez de noche, simplemente, a solas en un tren suburbano, en estado relativo
de ebriedad o de perplejidad –diríamos que ebriedad y perplejidad son accidentes
subjetivos vinculados a la sensación de extranjeridad-.
Volviendo
de la Estación Pacífico hacia Villa del Parque, en el Tren San Martín, al
escuchar la voz de una máquina que parece dialogar con la soledad del pasajero
y anuncia el nombre de cada estación y recomienda esperar a que el tren se haya
detenido para bajar, primero en español
peninsular y luego en inglés, recupero esa misma sensación que experimenté en
Londres y Seúl: un profundo extrañamiento por un tono que no me pertenece.
Aunque
desde hace tiempo tomo ese tren y me enfrento a esa grabación globalizada, es
la primera vez que cala en mi alma de un modo tan desolador. Deduzco que la sensación tal vez sea efecto
tardío de las medidas de este gobierno: medidas que generan entre el empleador
y el empleado una asimetría permanente. De pronto, la sensación de habitante
global abatido, que vuelve a su casa flameando en un traje barato después de brindar
servicios indeseados para una supervivencia digna, me aplasta. En vez de cruzar la vía y caminar hacia mi
casa en Agronomía, me pierdo en la Paternal, e inició un viaje a pie, en sentido
opuesto a la voz maquinal que en los trenes expulsa a los circunstanciales
pasajeros recordándoles, en su tono neutro, que podrían no pertenecer ya a
ningún lugar. Las calles empedradas y la luz parece venir de una ciudad o un
barrio que está viendo nacer a Maradona y conserva en su quietud secuelas de la
dictadura.
Además
de la cancha de Argentinos Juniors, epicentro sentimental porteño, me topo
súbitamente con una placa que indica que ahí, Artigas 1917, nació y vivió
Norberto Napolitano, alias Pappo, alías Carpo.
No puedo dejar de recordar los grandes discos Pappos Blues, previos a la
etapa Riff y a un ocaso poblado de fierros y exposición mediática. Volumen I, II, III, IV, V, contienen lo mejor
de un rock nacional permeado por la guitarra demoledora de Hendrix y la
versatilidad de Ritchie Blackmore. Al igual que en Hendrix, la genialidad
autodidacta de Pappo permitió libertades impensables para cualquier otro músico.
En la Argentina no hay ni hubo, sin duda, un guitarrista con tanta capacidad de
improvisación que además podía hacer con el instrumento todo lo que se le
ocurría.
Por
alguna razón, los ladrillos a la vista de la casa de Pappo y la última racha de
luz que pasa entre los plátanos enormes e imprime en el asfalto un resplandor
plomizo, diluyen el extrañamiento. Ese misterioso magnetismo me hace pensar en
los viajes de Pappo a Inglaterra y en el extrañamiento que ese guitarrista, durante
sus exilios ingleses, debe haber experimentado al atravesar Londres en tube para trabajar en una sala de ensayo
en la que conocería al baterista de Led Zeppelin, John Bonhan, y a Lemmy, el
cantante de una banda naciente, Motorhead.
De
regreso a casa, al cruzar el puente de hierro por sobre la calle artigas, me
detengo a pensar que tal vez por carecer de zonas de protección sentimental, en
el recuerdo Londres o Seúl no sean ciudades idílicas sino ciudades perdidas, que
en vez de asentarse mutan como un organismo imperfectible.
* Columna publicada el 1 mayo de 2016
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