El FILBA tiene una sección titulada Bitácora, en la que dos
escritores relatan una misma experiencia
vinculada a la ciudad en la que tiene lugar el festival. En San Rafael me tocó hacer un trekking por
Cuatro Cascadas, una zona cercana al Cañón del Atuel, poco después de una
fuerte tormenta. Partí con la fuerte intención de escribir sobre la relación
del hombre aburguesado con la naturaleza. De la caminata accidentada por las
Siete cascadas, podría extraer una serie de conclusiones banales. La más obvia
de todas: la promesa de un trekking tranquilo, concebido para cuerpos
agarrotados por la rutina urbana, se transformó en una carrera contra la
naturaleza y los restos de la tormenta. Al menos eso sentí frente a las arenas
movedizas, los caminos sinuosos, las pendientes, las rocas escarpadas, la
vegetación. Es llamativo cómo el contratiempo y el esfuerzo sustraen
subjetividad a un cuerpo sin resto y lo sumergen en miedos absurdos: no pisar
mal, prevenir una torcedura de tobillo, por ejemplo.
Confieso que las rutinas de la ciudad me volvieron una especie de
anquilosado incapaz de gozar de la adversidad de la naturaleza. Quienes acceden
a esa adversidad haciéndola propia, entrenan, o mejor dicho, trabajan el cuerpo.
Mi experiencia más próxima al goce de la adversidad fue nadar un par de veces en
mar abierto, bajo la calma que confiere saber nadar y, sobre todo, no temerle a
esa forma de la naturaleza. De la montaña en cambio no sé nada, absolutamente
nada. No me interpela y su mítica está momificada, para mí, en las postales
color pastel de los Alpes. El guía en algún momento del trekking logró quebrar
mi apatía y contó el significado de la palabra Atuel en idioma huarpe: llanto.
Para explicarlo, introdujo una leyenda según la cual una mujer cautiva huye
hacia la montaña, el refugio de los dioses, y se sacrifica saltando al vacío
con su bebé, a cambio de lluvias. Desde entonces, dicen, el sonido del río
imita el llanto de un bebé.
Al escuchar al guía no puede evitar pensar que ese hombre amaba lo
que hacía de un modo espontáneo: un amor sin esfuerzo. Valoraba su trabajo como
si fuera un tesoro. Me vino entonces a la mente la certidumbre de que lo que
gobierno actual logró en pocos meses es restarle sentido al trabajo. Aniquilar
el lazo más preciado del hombre con su propia potencia. En definitiva, anular
simbólicamente el trabajo, excomulgar la categoría de pueblo, vaciar los
derechos de las clases trabajadoras y así desalentar la oposición humana. Por esto mismo, hoy en día la única forma de
supervivencia y resistencia va a ser una reivención del trabajo; eso que cada
vez cuesta más y que, paradójicamente, va a valer más para cada uno de nosotros
a medida que la tecnocratización nos vaya expulsando. Trabajar hoy significa ir contra una noción de
productividad que no está ligada a la fuerza del hombre, sino a la renta.
Debido a su crueldad ideológica, el gobierno actual ha transformado el trabajo
en un objeto sublime de deseo. El trabajo vuelve a ser un problema, un recurso
en extinción y no ceder ante esa sustracción –que termina siendo una compra del
alma, un pacto fáustico- es la única opción posible.
Más urgente que escribir sobre la relación del pequeño burgués con
la naturaleza, es entonces replantear la relación del hombre y el trabajo. Me
vuelve el recuerdo del guía en Cuatro Cascadas y se encarna ante mis ojos la
imagen de alguien consumando su destino, contra el positivismo financiero.
* Columna publicada en el Suplemento Cultura de Perfil, el domingo 17 de abril de 2016.
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