En
algún viaje a la costa patagónica, un lugareño me aconsejó no rozar ni por casualidad
la fauna marina del lugar. Aunque no
tenía en mis planes acariciar ningún pingüino o cetáceo, esa persona me dio
buenos motivos. Si uno tocaba un pingüino, por ejemplo, confiscaba su destino
social: intervenía de tal modo en su tejido que luego podían no reconocerlo y
excluirlo. Esta idea –que el hombre condena al animal al dejar una huella en su
imagen olfativa- me acompañó desde entonces y naturalizó visiones de lo más
cruel. En Puerto Pirámides, observé horcas que se dejaban arrastrar hasta la
costa con la marea y a velocidad relámpago atrapaban lobitos marinos entre sus
fauces para luego retirarse con la resaca del oleaje.
Años
más tarde, en alguna sesión de buceo en el Mar Rojo también presencié escenas
de depredación submarina típicas. Pese a que esos episodios para mí estaban desenfocados
siempre por cierta compasión hacia la especie más débil, la muerte no
representaba un absurdo y presenciar el espectáculo transparente de la cadena
de depredación y selección natural fue una experiencia única. Observar las
defensas contra la depredación que las especies más débiles desarrollaban en el
mundo submarino resultó todavía más fascinante: peces que para sobrevivir repentinamente
se transforman en fósiles en el fondo del mar o se mimetizaban con una planta. Cierta mañana, sin embargo,
aparecieron en la orilla un grupo de cazones descabezados que el centro de
buceo se ocupaba de criar y alimentar. Tras indagar, me enteré que se trataba
de una venganza de pescadores beduinos. Una muestra gratuita de poder ante una
población ajena a sus costumbres. Decapitaciones que no entraban en la cadena
de la depredación sino en el negocio de la exhibición y el chantaje.
Ya
no es novedad a esta altura, pero la muerte de un delfín bebé a manos de groupies
espontáneos de la fauna marina en Santa Teresita conmocionó a la opinión pública
y podría también encasillarse en el negocio de la exhibición. Entre los apenados
estuve yo. Las fotos que circularon en las redes mostraban a una multitud
disputándose el cuerpo de ese lustroso cetáceo indefenso, como si se tratara de
un nuevo Mesías, sólo para obtener una selfie. En algún blog leí que el sacrificio de esta cría
simbolizaba un cambio de época. Era un tipo de víctima diferente y podía
considerarse, en el inconsciente colectivo, una manifestación de la torpeza que
acompaña a este gobierno. En la línea de los despidos seriales ejecutados incluso
sin respetar esa selección natural de corte empresarial tan ponderada por el
Pro –talento, capacidad, liderazgo -, con el modus operandi de un patrón de
estancia que supone tautológicamente que sus peones son vagos por ser peones o
por afiliarse a un sindicato, sacrificar a un delfín por negligencia y/o
cholulismo está en sintonía. Los despidos ejecutados de este modo son demostraciones
de poder que no forman parte de una estricta selección laboral sino de un
ajuste de cuentas.
Aunque
la asociación de maltrato animal y macrismo me pareció forzada, es innegable que
se respira en la calle una mezcla de estupor y desánimo, no frente a una
orientación económica liberal –que incluso algunos estupefactos pueden haber
elegido con todo derecho- sino, sobre todo, frente a los atropellos cotidianos.
No es necesario ser o haber sido kirchnerista para percibir hoy esa fuerza
oscura, parecida a la que emanan en Star Wars los guerreros Siths cuando reivindican en el resentimiento la
identidad de una casta.
* Columna publicada en Cultura Perfil, el 20/ 03/16
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