Hace
tiempo el espacio de la Patagonia se representa en el imaginario de los
extranjeros como mítico, más allá de las historias de Bruce Chatwin y de las anécdotas
ampliamente divulgadas sobre jerarcas nazis refugiados después de la segunda
guerra. Una vez ahí, uno percibe ese carácter mítico en la naturaleza, en las
edades que se apilan en la costura de lagos, bosques y montañas perdiéndose en
un horizonte que parece estrellarse contra una frontera. Al borde de un lago
como el Nahuel Huapi o el Traful, se percibe, al revés que en la pampa -donde
el tiempo no pasa -, huellas de las
edades que pasaron antes del primer hombre. Puede resultar muy conmovedor, o bajo la garra
del turismo puede terminar siendo simplemente un decorado en el que esas fuerzas
extrañas previas al humano no se manifiestan sino como decoración.
Quizás
con esa atemporalidad tengan que ver mis pocos recuerdos etnográficos de la
Patagonia. En la mayoría de los lugares a los que entraba, detectaba una mueca
de recelo. Sospechaba que todos los habitantes de alguna manera habían tenido
un pasado en otro lugar y sólo podían vivir en la Patagonia un devenir
clandestino. Como los cowboys del lejano oeste, llevaban en las facciones un
rictus impertérrito que no se correspondía con una idiosincrasia, sino con un
contagio del paisaje ancestral y quizás con la erosión espiritual del viento y
las estaciones frías. En ninguna parte de la Argentina tuve la sensación tan
patente de ser un extranjero. Y no porque los habitantes tuvieran raíces
culturales profundas en el lugar, sino porque algo en la atmósfera, como en
Twin Peaks, volvía extraño a cada
individuo que atravesaba el paisaje.
En
las últimas semanas, esa misma Patagonia ancestral se volvió un decorado de unas
pocas horas para la visita de Obama y la escapada en helicóptero de Macri a la
estancia de un magnate inglés en las cercanías de Lago Escondido. A orillas del
Nahuel Huapi tuvo lugar la segunda imagen emblemática y desoladora que define la
nueva de relación entre Argentina y EEUU. La primera había tenido lugar en la
EX EXMA pocas horas antes: Obama y Macri posan en la EX ESMA, camuflan diplomáticamente
en su pacto antiterrorista un desplazamiento simbólico que despolitiza la lucha
por los derechos humanos al ligarla al discurso de la lucha contra el
narcotráfico y el terrorismo global.
La
segunda imagen es muy distinta a aquella de Menem, en pantalones cortos, jugando
al tenis con Bush, que ilustra la era de las relaciones carnales. En esta se
ven dos parejas maduras, partidarias de la comedia del bienestar, vestidas de elegante
sport, al borde de un lago. En esa foto hay un premeditado cambio de parejas y
todo, desde los gestos, el maquillaje, la ropa, el teatral atardecer con
recorte de montañas detrás, cuadra con una foto de campaña publicitaria de ropa.
Macri sonríe con esfuerzo hacia Michelle mientras Awada y Obama se abrazan
sonrientes. La escenificación, simulacro de amistad y convivencia aunque los
cuatro sean extraños en el paraíso, representa muy bien lo que el PRO ha
decidido proyectar puertas afuera. Puertas adentro, Macri, en lugar de avocarse
gobernar, se obstina en demostraciones de autoridad cotidianas y agota la cuota
de poder que le dio ganar elecciones, tal vez sabiendo que en última instancia
el único tipo de poder que no se agota –y hasta ahí- en el autoritarismo, es el
feudal o el patronal.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 03/04/16
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