Conocí
la historia de Denise cuando, de paso por Los Ángeles, recaí en la casa de un viejo
amigo argentino. Alquilaba una monoambiente en el primer piso de una casa en Silver
Lake, antiguo barrio yonki que se había vuelto un barrio cada vez más de moda y
hábitat fértil para hipsters del nuevo milenio. En la planta baja vivía una
mujer de setenta años, que ya no encajaba mucho con el barrio, pero que se
vestía exactamente como en los sesentas. Quizás por eso mismo, la señora no
saludaba, se quejaba por ruidos molestos, llamaba a la policía cuando algún
extraño merodeaba la zona. Lo que no había hecho nunca, supuse que por miedo,
era denunciar a los distribuidores de metanfetamina que vivían en la casa de enfrente.
Una
noche mi amigo puso un disco que yo le había regalado para agradecer su
hospitalidad. Le pedí que subiera el volumen y pasó a explicarme la
susceptibilidad de su vecina de abajo. Tuvimos que escuchar The psychedelic sounds of 13th floor
elevators a un volumen bajísimo. Apenas se fue al trabajo, al día
siguiente, aproveché para poner el disco a todo volumen. Supuse que la vecina
se habría ido al trabajo. Pero al rato escuché el timbre. Bajé el volumen. A
través de la mirilla me asomé y vi unos ojos celestes incrustados en un rostro
huesudo, piel arrugada y curtida por el sol.
Me preparé
para lo peor: queja por ruidos molestos, amenaza de llamar a la policía. Abrí
dispuesto a pedir disculpas, explicar que era un huésped y desconocía los usos
y costumbres del edificio. Pero antes de que pudiera decir nada, ella, como en
trance, se tomó la libertad de entrar al departamento y buscar con la mirada
algo, quizás el origen de la música. Recién cuando vio el disco girando,
pareció buscar mis ojos y pedir disculpas. Me dijo que hacía cuarenta años que
no escuchaba la voz de Roky Ericson. Tal vez, si yo no lo hubiera puesto, nunca
se habría reencontrado con su voz. Me dijo que ahora, escuchándolo, se sentía
tan joven y desgraciada como la noche en que habían internado a Roky. “Los
salvajes del servicio de salud”. Me llamó la atención escuchar en boca de una
anciana afirmaciones tan tajantes. Pensé que desvariaba. Ella, como si me
leyera el pensamiento, me dijo que en los sesentas, antes de mudarse a California,
había conocido a Jannis Joplin cuando no era Janis Joplin. A través de ella se
relacionó con el amor de su vida, Roky Ericson. Fue su amante hasta que la
policía lisérgica de ese entonces lo confinó a un psiquiátrico y lo arruinó
para siempre. Después de eso, ella se mudó a Los Ángeles y no supo nada más del
cantante de 13 th floor elavators. Pasó
años de aislamiento, dándole la espalda ya a cualquier tipo de experiencia
lisérgica, junto a hombres torpes que parecían cortados a imagen y semejanza de
Ronald Reagan. Finalmente terminó
trabajando en la alcaldía como asistente social y obtuvo su jubilación durante
el mandato del actor y fisicoculturista Arnold Schwarzenegger. La psicodelia, The 13 th floor elevators, para entonces
ya habían quedado lejos, en la historia de otro mundo.
Terminó
su relato y esperó mis palabras, ansiosa. Le dije que envidiaba su vida. Enseguida
me sentí torpe y me apuré a explicarle que en general envidiaba a todos los que
habían tenido oportunidad de atravesar la juventud en los sesenta. Como si yo acabara
de decir una gran estupidez, se dio vuelta y salió sin cerrar la puerta. El
lado A del disco hacía rato se había acabado y la púa amplificaba un ruido
blanco.
* Columna publicada en Perfil, el 21/02/16
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