Durante
varios días, en el año dos mil once, por culpa de las célebres cenizas
volcánicas, quedé varado en el pequeño departamento de un amigo en Crown
heights, Brooklyn, después de ir al aeropuerto y de que me anunciaran la
suspensión por tiempo indeterminado de vuelos a Buenos Aires. La mayoría de los
pasajeros exigía compensaciones por la suspensión –equivalentes a las retribuciones
que recibe un escritor cuando va a una feria, viáticos y alojamiento-, pero las
aerolíneas, alegando una cláusula de “catástrofe natural”, se protegían de cubrir
la manutención irrestricta en la Gran Manzana de familias enteras que acampaban
en el aeropuerto JFK.
Ante
la mala nueva, y enterado ya por noticias previas de que la lucha contra la
burocracia de las compañías de aviación estaba perdida, tomé la decisión de
volver a lo del amigo que me había alojado el último día, antes de la vuelta. Emprendí
el camino inverso, arrastrando una maleta gigante con ruedas que no giraban, y
tomé el metro bajo un sol que a las diez de la mañana era abrasivo.
Mi
amigo me recibió con sorpresa y decepción. En su expresión parecía cifrado lo
que vendría, una historia de abusos. En los días posteriores, enterado de mis
dificultades para dormir en un sillón, me cedió su cama. Siguió con su rutina
diaria, yendo al trabajo, pero yo permanecí en un limbo, ni como turista ni
como habitante. Cada tanto llamaba a la aerolínea para saber si había novedades
y me respondían que las listas de espera eran interminables. Me imaginé semanas
varado en Nueva York, con ahorros eximios y una tarjeta sin fondos. De
permanecer debería disponerme usurpar, además de la cama, el sueldo de mi
amigo.
Para
consolarme, casi persuadido de que Manhattan con sus museos y bares era parte
de mi anterior estadía y no entraba en mi vida de polizón, empecé a deambular
por el barrio con cierta pesadumbre: mi poco capital impedía exhibirle a mi
anfitrión mi gratitud por el hospedaje, la cama y los víveres que incluían
single malts y packs de cervezas Sierra Nevada. Aunque a diario se lo transmitía,
mis fórmulas caían en saco roto, como las palabras de un borracho.
Después
de dos semanas me di cuenta de que algunos vecinos mostraban una sonrisa al verme
en la calle al mediodía, dispuesto hacer compras en el súper más cercano. Parecían
complacidos de cruzarme, contrario a lo que sucedía semanas atrás. Tuve la
impresión de que mi rutina escuálida los satisfacía. Comprobaban que no era un
turista, ni uno de los tantos estudiantes falsos que a través de aportes de
parientes ricos disfrutan de la vida americana sin trabajar. No, yo no
disfrutaba de la vida, ni trabajaba. Que no hubiera incorporado una bermuda a mi
vestuario y saliera siempre con un pantalón a rayas made in india con aspecto
de pijama, corría a mi favor.
Cuando
empezaba ya a hacer migas con vecinos, recibí un llamado. Si lo hubiera
recibido una semana después, quizás nunca habría regresado a Buenos Aires y
nunca habría vuelto a escribir. Habría perseverado en mi aspecto de Bartleby en
pijama. En el llamado en cuestión, una voz con acento latino me anunciaba que
habían abierto un vuelo para los damnificados por las cenizas y podía
reservarme un lugar. Yo dude, como si me ofrecieran publicidad engañosa. Mi
amigo, que sin escuchar había leído el contenido de la comunicación en mi cara,
me susurró: tomalo, ya. Fue una orden irreprochable que años después agradezco.
* Columna publicada el 06/03/16 en Cultura de Perfil.
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