Desconocía el desamparo hasta que viajé a Cuba solo, a los dieciocho años, en pleno período especial. Me alojé en las afueras de La Habana, en una habitación que un conocido me había comentado se alquilaba. Las condiciones de vida eran muy duras y estaba a kilómetros de la ciudad. No sabía qué hacía ahí, en ese suburbio de la escasez.
Quería volverme. El paisaje no coincidía con la ciudad que había imaginado. En vez de volver, me trasladé a otra casa de familia, ahora en la ciudad. Me encontré más solo y aterido ante ese inefable mercado negro que subyacía en La Habana. La calle era un blanco móvil de vendedores ambulantes, niños, traficantes de todo tipo y mujeres ferozmente sensuales. (Sigue en Mundos íntimos, Clarin)