Sucede en algunas primeras citas. La irrupción de un tercero es parte de una complicidad inicial o de un final prematuro. A la salida de un concierto de Nick Cave, por una mezcla de soledad y felicidad, empecé a hablar con un hombre y una mujer que caminaban cerca. Enseguida entendí que no eran pareja: se reían con demasiada timidez. Me adoptaron como a un puente provisorio para comunicarse. Él, Maurice, insistió en que los acompañara un rato. Valerie asintió, como si la hospitalidad hacia un extranjero suspendiera los protocolos de una primera cita. Deben haber pensado que después de un gran recital era triste no tener a nadie con quien hablar. Por alguna razón, cuando se es joven, por puro optimismo, uno quiere quedar bien con cualquier visitante. Mostrar la ciudad y compartir sus presuntos secretos termina siendo un modo de hacer propio un lugar hostil y desconocido. En una brasserie, a altas horas, después de hablar de Nick Cave, de los beneficios del verano y de la calidez de las ciudades mediterráneas, Maurice tuvo un acceso de rabia y afirmó que París era una ciudad muerta, cursi, aburguesada. Tal vez la ciudad de la tierra más injustamente prestigiosa. “Un infierno de estupidez y aburrimiento”, continuó, como si provocar a Valerie, que le clavaba los ojos verdes un poco decepcionada: desmitificar París era una manera ruin de herir la sensibilidad de un pobre turista sudamericano. A medida que bebía, Maurice parecía olvidar que él había insistido en invitarme. Mi presencia parecía habérsele vuelto tenebrosa en cuanto advirtió que un sudamericano portaba, detrás de una fisomía corriente y algo derrotada, un exotismo que intrigaba a mujeres como Valerie. Decidí intervenir: “No tenés idea de lo que es el infierno. Yo pasé por ciudades feas de verdad. En Uruguay existe una llamada Pando, donde no hay más que prostíbulos, proxetenas y juzgados que no dan abasto. Calles y calles repletas de putas y hombres en las últimas. Todo lo demás es miseria, familias que viven de esa industria sin humo”. Maurice bajó la mirada y se distrajo fumando para ocultar el rencor. “Eso es el paraíso…” Valerie lo detuvo en seco: “¿Qué? Es el peor lugar de la tierra: una ciudad de esclavas”. En ese momento entendí que mi intervención acaba de sentenciar el fin de cualquier potencial romance entre mis anfitriones. Maurice fue al baño y Valerie en un papel aprovechó para anotarme su teléfono. Al rato, los tres nos despedimos en direcciones distintas. No especulé ni esperé. Me quedaba un día en París. Al despertar llamé a Valerie. Sin que le dijera que quería verla de inmediato porque partía, me citó a las siete de la noche en el restaurante del hotel La Perle. Cuando terminamos de comer, pasamos a una habitación que ella había reservado. Recién adentro nos besamos. No mencionamos a Maurice. Al día siguiente me fui y, salvo por alguna postal, nunca más volví a saber de ella. Sin embargo, unos años después, en Montevideo, un episodio la trajo a mi memoria. Tomé un taxi y a poco de andar por la rambla, en pleno mediodía, el chofer exclamó: “Le soleil brille”. “¿Qué?”, repuse. “Sí, le soleil brille, el sol brilla…Eso me dijo un pasajero franchute ayer. El tipo era un loco, estaba encantado porque venía de pasar los días más felices de su vida en la ciudad más maravillosa del mundo: Pando. Mañana quedé en llevarlo de nuevo.”
* Publicado en Cultura Perfil, el 11/08
* Publicado en Cultura Perfil, el 11/08
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