De a
poco, tanto viajar afuera de la Argentina, como vivir en el país, se ha vuelto
costoso, salvo que uno gane en dólares y viva en pesos. Es decir, no es posible estar adentro ni
afuera. Esto no es atribuible sólo a los errores y a la improvisación del
gobierno actual. Hay, creo, una grieta especulativa mayor, una falla cultural
que transformó al dólar en el termómetro –especulativo- de la economía. El doloso
dólar, como diría Cabrera Infante, es hoy el verdadero objeto –dramático- de
producción de confianza y plusvalía al alcance de la dama y el caballero, no
importa profesión o clase social.
Recuerdo
mis primeros viajes en la década del noventa, a Perú y a Venezuela, luego a
Cuba. El dólar era considerado una mercancía valiosísima y las calles estaban
sembradas de arbolitos, como ahora la calle Florida. Aspiradoras vivas de
divisas. Cada cual tenía la posibilidad de hacer su negocio y hacer una
bicicleta comprando y vendiendo dólares en negro para vivir el día a día,
porque la cotización de la divisa siempre escalaba un poco.
Mi sorpresa ante esa posibilidad fue mayúscula. Equivalió
a descubrir que el valor de la moneda era ficticio. Venía de un país en el que
con la convertibilidad la especulación financiera era invisible y especializada
–hasta la crisis que acompañó el cambio de milenio- y de los brotes
hiperinflacionarias de mi infancia no quedaban en mi memorias huellas
paranoicas como la que dejó el derrumbe del 2001.
Tanto
rendía cambiar dólares en el mercado negro, que convenía hacerlo en cuenta
gotas, para no excederse. Cien dólares podían solventar una semana de
alojamiento y comidas suculentas en Cuzco, por ejemplo. En esos mismos viajes,
y en posteriores por Centroamérica y México, se repitió una misma
circunstancia: europeos desempleados que cobraban un subsidio e israelíes que
luego de salir del servicio militar recibían una compensación, tenían la
posibilidad de viajar ad eternum convirtiendo una moneda fuerte en otra más
lábil. Extranjeros destemplados que estiraban al máximo los favores del estado
en paraísos tropicales. Incluso había argentinos que aprovechaban la convertibilidad
y con unos pocos ahorros y cierta aptitud para las manualidades, giraban
durante meses vendiendo artesanías en ferias.
Algunos
alemanes o israelíes llevaban viajando tantos años alrededor del mundo que
tenían discurso y apariencia de vagabundos. En ese discurso se traslucía un
escepticismo político total combinado con cierto nacionalismo nostálgico y
contradictorio hacia una sociedad que no los identificaba pero había moldeado
una idiosincrasia. Nada define tanto a un mochilero como su lugar de origen.
Era de hecho, la apertura a cualquier diálogo. Luego, la lengua. Se reproducía
de algún modo lo que en un exilio real.
Desde
hace un tiempo observo en Buenos Aires, sobre la calle Florida, a jóvenes que
como yo en los noventa, hacen su viaje iniciático y miran deslumbrados las
cúpulas de la avenida de Mayo. Los imagino aprovechando las bondades de Buenos
Aires después de convertir la ficción de una moneda fuerte en la ficción una
moneda que tiene la duración de un deseo. Veo también a arbolitos sedientos
ante la presencia jugosa de gringos al sol. Y en la sombra, a una clase media
que en cuanto tiene un excedente adquiere ese objeto del deseo llamado dólar,
para preparar un salvoconducto que gravite ante un posible temblor.
* Publicado en Cultura Perfil el 7 de septiembre.
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