Ciertas
noticias raras que diarios de cualquier tipo –tanto amarillistas como serios
tienen una debilidad por la hipérbole-, reproducen hasta volverlas fenomenales,
exhuman anécdotas de viaje olvidadas y hábitos involuntarios, como llegar a
destiempo a los escenarios más indicados. En una foto, en la página web de un matutino,
se ve al director de una cadena de Sushi, un tal Kiyoshi Kimura, empuñando una
espada sobre un atún rojo de doscientos kilos que obtuvo en una subasta en el
mercado de pescado de Tokio por la módica suma de ciento diecisiete mil
dólares. Recuerdo haber visitado ese mercado y, como sucede en sueños o
simplemente en viajes donde la conducta turística queda anulada por las manías
personales, haberlo encontrado vacío. Desierto no como si hubiera cerrado, sino
como si hubiera sido abandonado mucho tiempo atrás. Sólo el olor impregnado al
suelo y los rastros de humedad, denotaban que ahí seguía funcionando un mercado
y unas horas antes había corrido sangre y vida por pasillos humeantes. Era
mediodía y los pocos japoneses que había en el barrio de Tsukiji, agrisado por
un automatismo laboral que imprimía en la atmósfera un aire lúgubre, trataban
de explicarme algo obvio, asombrados de mi presencia. Las exposiciones que descifré
no me convencieron: me pareció inverosímil que un mercado cerrara a la mañana y
estuviera abierto sólo a la madrugada, pudiendo estar abierto hasta las catorce
horas.
Años
después, en Seúl un amigo me refirió una escena parecida, diciéndome que por la
madrugada el mercado de pescado de Noryangjin era
el lugar más concurrido de la ciudad y que esa era la hora en que los encargados
y dueños de los restaurantes de todo Seúl iban a abastecerse. Mientras más
temprano, más posibilidades había de llevarse pescados grandes y participar en
subastas. El espectáculo era realmente fascinante y el mercado, más que un
cementerio marino, se asemejaba a un acuario apocalíptico. Ciertas piezas que
exigían la cocción del animal vivo, como langostas y cangrejos, se exhibían hacinadas
en piletas que eran campos de concentración en miniatura. También se ofrecían
vivos pescados de criadero que adornarían sopas de desayuno. Dudo que un atún
rojo de doscientos kilos llegara vivo al mercado, aunque como cualquier otra pieza excéntrica se
subastaba en medio de un griterío que a veces terminaba en insultos y golpes.
La
costumbre de llegar a destiempo a los escenarios diurnos de la vida me
persiguió siempre. Templos y museos que cerraban temprano a la tarde. Bancos
inactivos. Restaurantes que ya no servían comida. Esta inadaptación, producida
por la incapacidad de seguir horarios razonables de la civilización, se vio
compensada por la costumbre de llegar a tiempo a los escenarios nocturnos y
reconocer su atmósfera antes de que esté atestada. Recuerdo la decepción de
haber tenido que salir de un museo en Kioto a una hora de haber entrado y
experimentar un momento de mítica y plácida soledad: transformarme en el primer
parroquiano de un bar que cuando caía la tarde y no había consumo ni adrenalina
dejaba fluir el piano espectral de Paul Bley. También la desesperación de salir
de una pileta en Seúl sin almorzar y ser el primero en sentarme en una mesa
para cenar a las seis de la tarde. Esta misma inadaptación en el futuro debería
permitirme, dando la vuelta completa, llegar en hora a los mercados de pescado.
* Columna publicada en Perfil Cultura el 10/01/16
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