Cada
tanto llegan por correo electrónico historias perturbadoras. Es el caso de H,
un amigo que se mudó a Londres para estudiar teatro, mantuvo por un año una
compostura y una disciplina ejemplar que lo volvieron un ciudadano indeportable,
hasta que una noche experimentó en unas pocas horas todo lo que un hombre puede
padecer cuando el destino está frente al azar o fuera de cauce.
Berta,
una estudiante alemana de la que secretamente se había enamorado y era su room mate, cierta tarde le preguntó si
podía dejarle la casa por una noche. Mi amigo en principio se negó, dijo que
era imposible porque no tenía novia, ni amante ni amigos que lo cobijaran, y además
tenía que terminar un trabajo. Berta, ante una respuesta que escapaba a su
entendimiento, le ofreció entonces pagarle un hotel, ante lo cual H volvió a
negarse: no podía trabajar en hoteles; los únicos que eran aptos para la
lectura y la escritura costaban demasiado. Ella ofreció entonces pagarle un
cuarto en un cinco estrellas. Él, estupefacto, intentó razonar: una noche valía
lo que cada uno pagaba por el alquiler de una habitación en un barrio
periférico de Londres. Se negó. Ella insistió y redobló la apuesta con
desprecio: además del hotel, le pagaría quinientas libras para que hiciera
alrededor de la ciudad eso que siempre había deseado y había aplazado por
penurias económicas de estudiante. H vaciló, trató de digerir la alusión
maliciosa y sintió que, o bien indagaba
hasta averiguar qué había detrás de todo eso, o bien aceptaba la derrota. Dedujo
que si aceptaba la derrota, tal vez tendría una segunda chance.
Ella
hizo un llamado y reservó un hotel en Kensington. Aunque él se sintió un
canalla, aceptó de Berta, sin mirarla a los ojos, las quinientas libras antes
de dejar la casa a las seis de la tarde. Se encaminó hacia el subte. Pensó que
la mejor redención podía consistir en dilapidar esos quinientas libras de amor
no correspondido en una scort, aunque fuera Berta en realidad “eso que siempre había
deseado”. Indagó en su celular e hizo un llamado. La voz y el trato de la joven
que lo atendió lo convencieron de que el servicio era el de una prostituta cara
que no le iba a ofrecer el calor de una mujer. Volvió sobre sus pasos. ¿Si
pudiera descubrir la razón de esa oferta desesperada? Se parapetó en el jardín de
la casa contigua y vigiló a través de una verja la entrada de su propia
casa. Intentó consolarse pensando que
tal vez Berta había organizado una fiesta para sus compañeros de la escuela de arte.
Pasaron
dos horas sin movimientos. De pronto H se durmió. El llanto de un bebé proveniente
del interior de su propia casa lo despertó.
Espió a través de la venta del comedor y vio a una mujer idéntica a
Berta, pero con peluca y ropa típica de los setenta. Imaginó que se trataba de
un disfraz, pero al rato la vio salir vestida así. Con una mano abrazaba a un
bebé contra el pecho y con la otra sostenía una valija de cuero. La siguió con
la vista unos metros. Ella subió a un choche de vidrios polarizados que la esperaba.
A la
semana la policía visitó a H y lo invitó amablemente a declarar como sospechoso
en el homicidio de María Kantor, joven alemana domiciliada ahí, hallada sin
vida a orillas del río Támesis.
* Columna publicada en Perfil Cultura el 27/12/15
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