Llegué a PN con Valentina y sus dos perritas. El lugar está escondido en la costa de Uruguay. No es que sea secreto. Tampoco un lugar olvidado. Es un hueco que quedó entre Piriápolis y Punta del Este y que creció de un modo atenuado, en sintonía con el paisaje. Se trata de una zona vacante que tiene una belleza puntuada, como casi todo en Uruguay –el hombre parece armonizado humildemente con la naturaleza-. Gonzalo, un amigo de la infancia de Valentina se instaló en PN –sigla de un lugar que debe mantenerse en clave a pedido de los lugareños, que prefieren preservar la zona de los embates de la civilización y del desarrollo urbano-. Compró un terreno y de a poco construyó casas de barro con un gusto refinado, con la intención de volverlo un pequeño hostal libertario. El grupo de tres casas con galería en torno a un centro tiene algo extraordinario. Ahí se apoya el sol al amanecer. Ahí da la luna cuando cae el día. La presencia de una cuarta casa cerrando el círculo, interrumpiría el curso de la luz. Aunque está a pocas cuadras del mar, el terreno de Gonzalo linda con el monte y el campo. Al menos sensorialmente, monte y campo se filtran en el aire y parecen confluir ahí. Más allá de las casas, en el monte, acampan cirqueros amigos de Gonzalo. Ensayan una varieté que estrenarán después de año nuevo, en la plaza de PN, que no es más que un terreno agreste, con algunos bancos. La ausencia de Iglesia es aliviante. No hay señales de Jesús. Tampoco hay arenero ni juegos. Da la impresión de que en cualquier lugar de PN podría construirse esa plaza. (sigue acá en la revista Traviesa)
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