Tengo comprobado, después de una treintena de columnas,
que los recuerdos que más se asientan y parecen por alguna razón tener relevancia,
son los que acontecen en la juventud o en la adolescencia. Cada vida tiene un
periodo de gracia que se cristaliza en memoria. Ese periodo cobra un espesor
que el resto de las vivencias nunca llegan a empatar, por más intensas que
sean.
Cuando comencé estas columnas, supuse que iba a
recuperar viajes por Asia. Pero cada vez que me siento frente a la página en
blanco, habla la memoria. Los viajes por Asia datan de mis últimos diez años,
más o menos. Parecen no contener ninguna anécdota especial, ni aventura, ni
excentricidad. Se presentan como experiencias superficiales de un occidental. Lo
exótico en realidad no se conjuga fácilmente en el recuerdo. Pasarlo a un
ámbito propio implica un artificio. Debería hacer un inventario para empujar ciertas
anécdotas hacia ese automatismo que sobrevive en el habla de la memoria.
Entre los lugares revisitados en estas columnas,
por ejemplo, no aparece Japón, en donde tuvieron lugar algunas anécdotas de
viaje descabelladas. En Kyoto, en una casa de baños pública –son muy populares,
hombres y mujeres acuden a estos lugares a bañarse después de trabajar-, conocí
a un inclasificable. De más está decir que si planeaba hacer un amigo japonés,
el último lugar que habría concebido para tal fin era una Casa de baños.
Los japoneses suelen ser discretos, amables y a
la vez distantes. Para mi sorpresa, estos baños públicos, compuestos por varios
piletones de agua a distintas temperaturas, sauna, duchas, eran lugares de
sociabilidad desenfrenada, como si en realidad fueran el único ámbito realmente
privado en lo público. Hombres desnudos, olvidados de sí, hablaban y gritaban como
si estuvieran en la barra de un bar. Sólo hacían silencio cuando al final del baño
se frotaban frenéticamente la espalda con una toalla, sentados bajo una ducha en
bancos diminutos.
Yo estaba en un piletón, cuando con una
deliberación asombrosa un hombre rengo y más pequeño que el común de los
japoneses, me abordó. Bajé la cabeza y evité mirarlo para no reírme. Me dijo que
me había estado observando. Todo eso me sonó bizarro pero lo atribuí a su
inglés. Luego me preguntó a qué me dedicaba y de dónde era. “Escritor
argentino”, balbuceé. “Lo sabía”, y tras una pausa, tragando saliva, agregó:
“yo también quise ser escritor argentino”, rió para sí. Me resultó enigmática esa
respuesta.
A continuación se preocupó por darme a entender
que sabía mucho del Río de la
Plata. Luego , en tono confesional, dijo que me iba a revelar
algo que seguramente podía inspirarme para un cuento: a los treinta años se
había quedado pelado. Hacía unos meses había empezado a sentir un cosquilleo en
el cuero cabelludo, como si un insecto se posara ahí a cada rato. Lo atribuyó
al calor, pero al poco tiempo descubrió que había comenzado a brotarle una
pelusilla. Enseguida entendió que le estaba creciendo un nuevo cabello, primero
en hebras finas, luego en motas desordenadas que no se correspondían con el
tipo de pelo que había tenido en su juventud.
Pensé que me alcanzaba con levantar la mirada
para saber si estaba ante un loco o un mitómano. Tal vez él y los presentes esperaran
a que yo levantara los ojos para desternillarse de la risa. Opté por retirarme
con una ligera reverencia, como si la mentira en un lugar tan anómalo pudiera transformar
a mi interlocutor en un amo.
* Columna publicada en Perfil Cultura, el 27 de julio de 2014.
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