Hace no mucho me enteré, a través de un amigo,
que la cepa Zinfandel es bastante subestimada en Estados Unidos, un poco como
el Torrontés lo fue en Argentina hasta que enólogos franceses y norteamericanos
hallaron en esta cepa algo irrepetible –una mezcla de acidez equilibrada,
bouquet frutal y frondosidad delimitada como en un arbusto recién podado-. En
la época en que las cenizas volcánicas de pronto tornaron imposible el regreso a
Argentina y se cerraron aeropuertos, quedé varado en lo de un amigo en Brooklyn.
Venía de una residencia de escritores en Upstate New York, en la campiña. Como
en residencias previas, no había hecho más que aplazar la posibilidad de
escribir una novela y me había obligado a esbozar cuentos para no sentirme un absoluto
polizón –de tres relatos, sólo uno sobrevivió a la posterior corrección-.
Llegué al aeropuerto y ahí me enteré de que los pasajeros con destino a Buenos
Aires estaban en una especie de cuarentena. Algunos, en bancarrota, circulaban
como zombies y pernoctaban en JFK con todos sus bártulos. Periódicamente
mendigaban un alojamiento que ninguna compañía, amparada en una cláusula de exención
ante contratiempos climáticos, cubría.
El imponderable rindió sus frutos. Mi amigo no
sólo me prestó su sofá, sino que cada noche, mientras esperaba que el fenómeno
de las cenizas terminara o en su defecto que la dirección del viento cambiara,
me convidaba una botella de Zinfandel californiano. Cada botella era mejor que
la otra. Pensé que de extenderse mi estadía, el hechizo del Zinfandel –y la
posibilidad de volver con el recuerdo sagrado de una cepa exótica-, podía
perderse. El dueño de la pequeña enoteca a la peregrinábamos tenía el mismo
aire de párvulo pertinaz y maligno que el juez Griesa, y nos agradecía que elegiéramos
productos norteamericanos viniendo de un país que producía tan buenos vinos. Se
lamentaba de que pocos ciudadanos de su país compraran vinos nacionales o, más
precisamente, californianos; a la mayoría de los clientes les atraían los vinos
importados, como si acceder a un Malbec argentino o a un Shiraz australiano
equivaliera a viajar a esas tierras lejanas.
A la semana, en la Patagonia la dirección del
viento cambió y empujó la nube de cenizas hacia la cordillera. Conseguí asiento
en un vuelo repleto de gente que de un modo u otro se las había arreglado para
sobrevivir en la gran manzana. La noche previa a mi partida abrimos un último
Zinfandel, comprado de apuro en un supermercado. La bodega pertenecía a Francis Ford Coppola y el vino llevaba su
nombre en la etiqueta. Era barato para un vino que se presumía de gama
intermedia. La botella monótona, de etiqueta bordó, incluía un código para
descargar Apocalipsis now, algo que a
posteriori se volvió indicio de lo que en realidad escondía ese Zinfandel. Era
un vino sin bouquet, insípido, que no pudimos terminar y nos conectó,
directamente, con una sensación de estafa y con un temido desenlace: el hechizo
se había roto. Ahora pienso que tal vez ese fuera el tipo de Zinfandel –una
cepa rasa, sin retorno y de nariz corta- que subestiman los enólogos y sommeliers
norteamericanos. Nunca más volví a frecuentar esa cepa. El limbo de días en la
casa de mi amigo sin embargo quedó asociado en la memoria, no a un directors cut fallido, sino a un
engranaje de vinos y espera que selló la experiencia de haber subsistido, como
polizón forzado, en el corazón del imperio.
* Columna publicada en el Suplemento Cultura Perfil, el 10 de agosto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario