En mil novecientos noventa y seis llegué con mi
padre al aeropuerto de Caracas. Veníamos de andar por Perú. Yo había terminado
el secundario poco antes y planificamos una suerte de viaje de egresados para
solo dos miembros: padre e hijo. El periplo por Perú fue accidentado y
merecería una narración tragicómica aparte. Dormíamos en hoteluchos,
madrugábamos para hacer excursiones a zonas rurales como el Cañón del Colca o
ruinas arqueológicas que mi padre, al revés del resto de los turistas, miraba a
la distancia, fumando. Al poco tiempo, la altura, la comida y el agua, hicieron
estragos en su salud. Yo me transformé en un enfermero que a la larga también
enfermó. En Machu Pichu mi padre determinó que la única manera de curar
nuestros estómagos corroídos era adelantar el siguiente tramo de viaje. Que
siguiéramos hacia Venezuela, y no hacia Ecuador, Colombia o Bolivia, se debió a
una mera fatalidad: él había obtenido los pasajes con un considerable descuento,
gracias a un contacto en una aerolínea en bancarrota, y ese era el único otro
destino que la compañía cubría.
Lo cierto es que al pisar el aeropuerto de Caracas
los dos ya estábamos curados. Las rutas, sin embargo, estaban cortadas. Caracas
era una ciudad tomada. El país galopaba
en la hiperinflación y las protestas. Después de esperar un rato, mi
padre perdió la paciencia y compró el vuelo que salía más pronto hacia una
playa. Resultó ser Isla Margarita, un paraíso de plástico, repleto de shoppings
y venezolanas escultóricas que satisfacían el ansia de cincuentones llegados de
todo el mundo -argentinos bronceados incluidos- en busca de playas y placer
rentado. A los pocos días, mi padre, abochornado ante esa especie de Miami comprimido
en una isla, cambió los pasajes para volver antes. El adelanto, sin embargo, no
nos salvó de tratar a A., un argentino divorciado que pasaba la mitad del año en la Isla y la otra mitad haciendo
negociados con el gobierno menemista para proveer viandas a colegios públicos.
Mi padre intentó seducirlo y convencerlo de invertir dinero en un proyecto
delirante de bienes raíces en la pampa seca. A. le dijo que hablaban en Buenos
Aires, pero hasta donde supe jamás volvió a aparecer.
En dos mil dos volví a Venezuela. Esta vez salí
del aeropuerto y pude ver las barriadas en los cerros que rodeaban Caracas y de
donde, según decían, venía el caudal electoral de Chávez. También llegué a observar
el chavismo en pleno auge, que conjugaba profilaxis castrense con discurso
médico y charlatanería bíblica. Todo eso, poco después, cuajaría en un
sincretismo revolucionario. Por entonces ya se emitía Aló Presidente y era un éxito, aunque todo en él fuera paródico. Se
emitía desde pequeñas poblaciones o barrios periféricos. Hugo Chávez solía
esgrimir una Biblia en miniatura y descalificar a sus antagonistas de turno sin
preocuparse por argumentos políticos, con ínfulas de pastor evangelista. En
cada de una de las emisiones ese líder político con alma de Mesías prestidigitaba,
multiplicaba “los peces y los panes” y solía premiar a algún adulador del
público. El televidente asistía a la concepción de un milagro que era pura
oralidad y a un exorcismo antiimperialista que ejercía sobre el pueblo una
atracción proporcional a la que, igual que en la Cuba de Batista, ejercía el
modo de vida americano. Tal vez en eso consistiera su gobierno: un largo exorcismo
que la historia desvió a tal punto que Nicolás Maduro, hoy, no parece un
sucesor sino un imitador.
* Columna publicada en Perfil Cultura el 23/03/14
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