Supuse
que la estación de tren estaría repleta. Encontrarla desierta me pareció un mal
augurio. Ahí mismo me enteré de que el tren a Hudson estaba atrasado una hora.
Si a esa hora de espera sumaba las de vuelo desde Buenos Aires a Nueva
York, las dos que iba a insumirme llegar
hasta Hudson, las horas previas en el aeropuerto de Buenos Aires, la hora de
migraciones y el traslado de JFK a Penn Station, mi viaje podía redondear un
día.
Unas
pocas horas me separaban de Anne, una traductora que había vivido en Argentina
durante la década del cincuenta. Según mi padre, era la única mujer a la que mi
abuelo había amado. De mi abuelo nunca supe mucho, salvo que trabajaba en el
Banco Nación y hacía vida de dandy hasta que murió en la década del setenta y
se descubrió, entre su correspondencia, esta relación secreta que nadie se
preocupó por indagar. Tampoco yo habría indagado demasiado si no hubiera
encontrado indicios de que, concluida la aventura sentimental, mi abuelo y Anne
habían mantenido una relación epistolar que con los años se volvió
estrictamente literaria.
De la
lectura de esa correspondencia, pude deducir que Anne atesoraba el manuscrito
de una larga novela que mi abuelo había escrito en los sesenta, y que la había
traducido y había intentado publicarla en Estados Unidos. Mi abuelo a su vez la
había presentado en editoriales y en concursos de habla hispana. A grandes
rasgos esta novela inédita abordaba la peripecia de un hombre que llega a un
pueblo fantasma, mezcla de Macondo y Comala, convencido de que está a punto de
morir. Supone que el anonimato o bien lo va a curar de su nunca revelada
enfermedad, o bien va a acelerar una muerte que en un ámbito familiar podría volverse
demasiado lenta y penosa.
Más
allá del valor que tuviera esa novela atesorada por una anciana, el sentido de
un viaje tan largo residía en que sólo esa mujer de ochenta años podía devolverme
la imagen de un abuelo que no conocí y de quien todos en la familia se
resistían a hablar. El manuscrito era una excusa. Tranquilamente, como Italo
Svevo, mi abuelo podía ser, para su época y para la liga de críticos
hegemónicos, un campeón incomprendido. Pero de ninguna manera me importaba
hacer justicia.
El tren
bordeó el río Hudson durante casi todo el trayecto. La imagen monótona y ancha titilando
en la ventana me recordó el Paraná. Un anciano trajeado de negro se sentó a mi lado
y me preguntó por la estación Hudson. Le dije que yo también iba hasta ahí y
que le avisaría. En un inglés victoriano me agradeció la amabilidad y me
comentó que la luz lo lastimaba y que veía muy poco. Iba al velorio de una
antigua amiga, cerca de la estación. Dada mi juventud, tal vez no me representara
mucha molestia acompañarlo unas cuadras. Si se hubiera tratado de cualquier
otra persona, le habría contestado que venía de muy lejos y estaba agotado.
Hudson
era un pueblo pintoresco que vivía de su pasado. Construcciones de madera con
galería y porche, anticuarios, vinerías, cafés… Toda una utilería para turistas
de fin de semana. Al menos esto pude deducir mientras guiaba del brazo a mi
compañero de viaje. En la entrada del velorio me anunció: “voy a pronunciar
unas palabras, está invitado a quedarse”. Confirmé enseguida una intuición al
ver el nombre y la foto de la difunta en un cuadro. Me dispuse a pasar la tarde
junto al anciano de traje negro para saber algo más de Anne y, por extensión,
de los hombres que la habían amado y se iban en ella.
* Publicado en Perfil Cultura el
09/03/14
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