Se podría redactar un
tratado sobre las dificultades de escribir en cada país. Sobre las
dificultades de los distintos escritores de cada país en su propio
país, y sobre las dificultades que enfrenta cualquier escritor fuera
de su casa. No sé mucho acerca de lo primero; en cualquier lugar,
las dificultades para los escritores jóvenes son las mismas y no
vale la pena enumerarlas en este espacio. Son problemas coyunturales
relacionados con criterios editoriales de publicación. Para
escritores no tan jóvenes, a veces las dificultades son
egocéntricas: expectativas cumplidas e incumplidas, frustración,
éxito, sordera, parálisis, éxtasis, inapetencia, voracidad,
ceguera.
A la hora de escribir
afuera, las dificultades que uno enfrenta son de otro orden. La
densidad del anonimato transforma la escritura en una instancia
solamente íntima. Todo lo demás es ajeno. No existe la falsa
inspiración, ni la adaptación, ni una mirada crítica tutelar.
Desde hace rato no escribo afuera de mi casa, más por una
imposibilidad que por una dificultad. No digo que no escribo en
residencias para escritores –algo previsible si se tiene en cuenta
que la residencia nos pone frente al deber moral de escribir-; ni
siquiera soy capaz de garabatear una línea en bares. Tal vez alguien
diga que un escritor genuino no puede resistir la pulsión de
escribir en cualquier lugar y en cualquier momento, y que quien no lo
siente así en el fondo es un burócrata de la escritura: sólo opera
en el lugar y en el momento indicado. Sin embargo, obrar en el lugar
y en el momento indicado depara privilegios, como el de detenerse a
evaluar los peligros de escribir afuera.
Por terceros sé que los
peligros pueden ser contratiempos y a veces accidentes necesarios. Si
examinamos el caso ejemplar de BB, podemos concluir que la tentativa
de escribir fuera del hogar puede conducir a algo más drástico.
BB
viajó a Paris a dar dos conferencias sobre la influencia del
existencialismo en el Río de la Plata. Con la certeza de que nadie
atendería a un tema tan anacrónico, optó por dejar la preparación
de sus charlas para último momento. ¿Cuánto podía importarle al
público francés el alcance de una corriente filosófica y estética
pasada de moda en un vértice de Sudamérica? Instalado en la
habitación de un hotel cercano a la Concorde, BB pidió un almuerzo
y luego se sentó a escribir. Experimentó enseguida una sensación
de hastío que atribuyó al jet lag y a su digestión lenta. Ante la
falta de ideas, optó por una siesta. Despertó un día más tarde,
empapado. Se duchó, desayunó en la habitación, y cuando se dispuso
a escribir al menos un boceto de la primera conferencia, observó que
tenía las uñas demasiado largas y renegridas. Subsanó la
desprolijidad con un alicate prestado, pero entonces notó, perplejo,
que las uñas de los pies estaban todavía peor. No recordaba la
última vez que las había cortado, pero halló de pronto la
explicación a la serie de calcetines agujereados que puntuaban su
solitaria vida. La tentación de acicalarse se multiplicó con las
horas, a medida que iba a descubriendo en sí retazos de un ermitaño.
Podó la barba que llevaba desde hacía dos décadas y en el espejo
se encontró con una cara lozana que no había envejecido. La visión
de una juventud imperecedera y propia disolvió el sentido que
conservaba la el arte de escribir. Como si dejara atrás a un
impostor, esa misma noche volvió a Buenos Aires y celebró el adiós
definitivo a la escritura.
* Publicada en Perfil Cultura el 23/02.
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