miércoles, marzo 12, 2014

Peligros de escribir afuera *

Se podría redactar un tratado sobre las dificultades de escribir en cada país. Sobre las dificultades de los distintos escritores de cada país en su propio país, y sobre las dificultades que enfrenta cualquier escritor fuera de su casa. No sé mucho acerca de lo primero; en cualquier lugar, las dificultades para los escritores jóvenes son las mismas y no vale la pena enumerarlas en este espacio. Son problemas coyunturales relacionados con criterios editoriales de publicación. Para escritores no tan jóvenes, a veces las dificultades son egocéntricas: expectativas cumplidas e incumplidas, frustración, éxito, sordera, parálisis, éxtasis, inapetencia, voracidad, ceguera.
A la hora de escribir afuera, las dificultades que uno enfrenta son de otro orden. La densidad del anonimato transforma la escritura en una instancia solamente íntima. Todo lo demás es ajeno. No existe la falsa inspiración, ni la adaptación, ni una mirada crítica tutelar. Desde hace rato no escribo afuera de mi casa, más por una imposibilidad que por una dificultad. No digo que no escribo en residencias para escritores –algo previsible si se tiene en cuenta que la residencia nos pone frente al deber moral de escribir-; ni siquiera soy capaz de garabatear una línea en bares. Tal vez alguien diga que un escritor genuino no puede resistir la pulsión de escribir en cualquier lugar y en cualquier momento, y que quien no lo siente así en el fondo es un burócrata de la escritura: sólo opera en el lugar y en el momento indicado. Sin embargo, obrar en el lugar y en el momento indicado depara privilegios, como el de detenerse a evaluar los peligros de escribir afuera.
Por terceros sé que los peligros pueden ser contratiempos y a veces accidentes necesarios. Si examinamos el caso ejemplar de BB, podemos concluir que la tentativa de escribir fuera del hogar puede conducir a algo más drástico.
BB viajó a Paris a dar dos conferencias sobre la influencia del existencialismo en el Río de la Plata. Con la certeza de que nadie atendería a un tema tan anacrónico, optó por dejar la preparación de sus charlas para último momento. ¿Cuánto podía importarle al público francés el alcance de una corriente filosófica y estética pasada de moda en un vértice de Sudamérica? Instalado en la habitación de un hotel cercano a la Concorde, BB pidió un almuerzo y luego se sentó a escribir. Experimentó enseguida una sensación de hastío que atribuyó al jet lag y a su digestión lenta. Ante la falta de ideas, optó por una siesta. Despertó un día más tarde, empapado. Se duchó, desayunó en la habitación, y cuando se dispuso a escribir al menos un boceto de la primera conferencia, observó que tenía las uñas demasiado largas y renegridas. Subsanó la desprolijidad con un alicate prestado, pero entonces notó, perplejo, que las uñas de los pies estaban todavía peor. No recordaba la última vez que las había cortado, pero halló de pronto la explicación a la serie de calcetines agujereados que puntuaban su solitaria vida. La tentación de acicalarse se multiplicó con las horas, a medida que iba a descubriendo en sí retazos de un ermitaño. Podó la barba que llevaba desde hacía dos décadas y en el espejo se encontró con una cara lozana que no había envejecido. La visión de una juventud imperecedera y propia disolvió el sentido que conservaba la el arte de escribir. Como si dejara atrás a un impostor, esa misma noche volvió a Buenos Aires y celebró el adiós definitivo a la escritura.

* Publicada en Perfil Cultura el 23/02.


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