jueves, abril 10, 2014

Cajas parisinas *

Hay una estación de subte en Paris que, más allá de su nombre –Pasteur-, evoca un tipo de estación de subte porteña que fue extinguiéndose o deformándose. El tipo de mayólicas pintadas a mano, el olor pastoso que llega de las escaleras mecánicas, la pintura descascarada por las filtraciones de agua con sarro, la tipografía del nombre de la estación, todo eso hoy en día sólo se conserva intacto en la línea E y en la A. El resto de las líneas porteñas, como todos sabemos, fue reciclada, me atrevería que a decir en vano y sin imaginación por un burócrata del urbanismo: no están protegidas por una patina de atemporalidad que las vuelve, paradójicamente, actuales, o para ser más exactos, parte del presente. Los vagones del subte en Paris rechinan, lucen maltratados por décadas de uso, y sin embargo no son anacrónicos para la ciudad. En Buenos Aires las estaciones renovadas de la línea B o D lucen viejas y feas: son la encarnación de lo que fallidamente, en esta ciudad, desde hace diez años, intenta ser moderno y envejece al instante. Un poco como los edificios minimalistas y austeros que se multiplicaron durante la bonanza inmobiliaria de la pasada década, y que ahora son moles sobrevaluadas, desteñidos habitáculos de promiscuidad, con balcones, paredes huecas y aberturas oxidadas que resulta difícil adivinar que fueron estrenadas cinco años atrás. La línea H, en cambio, al no haber crecido sobre la estructura de otras estaciones, tiene su propia temporalidad, como un templo. Un arqueólogo urbano, en un par de siglos, podría encontrar en sus estaciones una manifestación estética propia de una época. Lo mismo podría decirse de la línea E y de varias estaciones de la línea A. Siguen siendo icónicas.
Lo cierto es que cada vez que iba hacia Salón del libro y el subte parisino se detenía en la estación Pasteur, yo sentía que pasaba por Buenos Aires. El instante transcurría en el pretérito imperfecto de los sueños. Parecía completamente real este juego de cajas chinas. Sólo una estética que se ha vuelto atemporal desencadena ese efecto de déjà vu y arracima en un epicentro todo el espíritu de una ciudad.
Una vez en el Salón del libro, donde Argentina era invitada de honor, deambulaba apurado para llegar a alguna mesa. Costaba abrirse paso entre la multitud. En el stand argentino solían formarse aglomeraciones inesperadas, como si regalaran libros. Lo mismo podría decirse de las mesas: un público atento colmaba los asientos disponibles y se distribuía de pie por todos los costados. Aunque más que mesas de debate, parecían mesas de consenso, reposo y divulgación. Las posiciones estéticas o políticas raramente derivaban en discusión. Pasaban más bien como tibias declaraciones de principios. Existía, sí, un clima alegre, de suficiencia y bienestar: no había a la vista inoperancia, ni rastros de burocracia mal enmendada en micrófonos que acoplan o en superposiciones horarias.

A la salida del Salón del libro, Paris contenía un momento de Buenos Aires, otra vez. Una ancha avenida presentaba la típica arquitectura francesa de principios del siglo veinte. Intercalada aparecía la arquitectura de los años sesenta y setenta, edificios desvaídos con fachadas cubiertas de ventanas grises que me recordaron construcciones que en Buenos Aires avanzaron sobre avenidas emblemáticas y son, hoy, al igual que algunas estaciones de subte, lo muerto del pasado. 



* Columna publicada en Perfil Cultura el 06/04/14

No hay comentarios.: