Me pregunto si es posible, en una columna de esta clase, escribir acerca
de un lugar en el que uno nunca estuvo. Por ejemplo, la
Plaza Roja de Moscú. En los últimos años
quienes viajan a Rusia vuelven impresionados por el mismo fenómeno: sectas de
nostálgicos del comunismo en medio de una sociedad de consumo frenética.
Ancianos que no se han adaptado al neoliberalismo feroz y forman clubes de fans
para rendirle culto no tanto a la revolución rusa como al espectro de un Estado
omnipresente y benefactor. Algunos bares también están plagados por una estética
vintage del comunismo.
Lo cierto es que todos, los mismos rusos y los turistas, tienen la
impresión de que el fin del comunismo sucedió mucho tiempo atrás y es algo
sobre lo que en general no se habla. Los habitantes, salvo los nostálgicos que
circulan como extraterrestres en una sociedad vorazmente materialista, guardan
una distancia enorme hacia esa época, a pesar de que la población, en mayor o
menor medida, vivió alguna etapa del comunismo. Imagino que la etapa final, en
la que coexistió la ineficacia burocrática con la anarquía mercantilista, debe
haber sido la más onírica e irreproducible, y probablemente en Rusia se haya
dado de manera muy distinta que en Alemania del Este, cuya reestructuración
quedó en manos de la Alemania
que conocía el interior del capitalismo.
Algo de eso puede verse en Cuba hoy. Si bien La Habana no ha dejado de ser
un Museo temático de la
Revolución , hay algo delirante en el modo en que los cubanos metabolizan
una realidad hiper regulada y encuentran fracturas en la ley para fabricar un negocio.
Tantas son las fracturas, que recientemente una nueva ley de inversiones incorporó
o blanqueó lo que venía ya sucediendo por lo bajo: la mayoría de los
inversionistas eran cubanos exiliados que, a través de parientes en la isla,
invertían en un paladar, en un departamento, en un taxi de los años cuarenta. Supongo
que es el principio de una transformación y que, a diferencia de la Unión Soviética , el cambio
gradual de paradigma va a prevenir una debacle como la de Rusia durante la
presidencia de Yeltzin y la posterior autocracia de Putin. Hay algo innegable
en el alcance de la doctrina revolucionaria cubana: el discurso único y el
estado policial surtieron efectos persuasivos en buena parte de la población, o
al menos lo suficientemente persuasivos como para que los opositores fueran
confundidos con conspiradores imperialistas, por lo cual nunca asomó la
posibilidad de un golpe de Estado que abriera la puerta al infierno tan temido
del capitalismo.
Me pregunto también si es posible, en una columna de este tipo, escribir
sobre un suceso que no ocurrió pero parece inminente. La reunificación de las
dos Coreas hace rato me obsesiona, aunque no es tan inminente como la apertura
de Cuba. Por anticipado, respirando la expectativa de los coreanos del sur, me
siento testigo ideal. Tanto los
habitantes de ese sur, por cuestiones afectivas, como el Estado y las empresas,
por cuestiones económicas –ampliar el mercado, incorporar mano de obra barata y
colonizar tierra para un país superpoblado-, anhelan una reunificación que
sería, en el fondo, una absorción. En tal caso, Corea del Sur cumpliría, bajo la
tutela de occidente, el mismo rol que Alemania Federal en su momento, aunque en
verdad la presencia de una dinastía gobernante y una población militarizada en
el norte, vuelvan imposible esta fantasía nostálgica del futuro.
- Columana publicada en Perfil Cultura el 13/04/14
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