domingo, mayo 18, 2014

Cuestión de identidad

Usar un control remoto se me representa como un acto de otro tiempo. Sé que exagero, pero en Cuba cada movimiento tiene una cuota de anacronismo. Recuerdo que esa vez, haciendo tiempo hasta que me viniera sueño en un hotel habanero, hice zapping y me topé en la televisión con un documental en el que, con pruebas fehacientes –como una supuesta grabación de George Harrison-, se aseguraba que Paul McCartney había muerto en un accidente en mil novecientos sesenta y cuatro. Según la versión, había sido reemplazado por un doble al que los servicios de inteligencia habían entrenado para  encubrir la muerte de Paul y evitar una ola de suicidios entre los jóvenes fans. Paradójicamente, la prueba fehaciente de que el MI5 había entrenado a un doble hasta transformarlo en una perfecta copia, residía en que cantaba igual y era también zurdo.  
Hace dos semanas, Paul McCartney tocó en Montevideo. Mi afición a los Beatles es tardía y producto del amor: Valentina me enseñó cada rincón de la banda. A esta altura, creo haber escuchado y entendido todos los discos a través de ella. El siguiente paso en esta conversión beatlemaníaca, consistió en recorrer la carrera solista de McCartney. La puerta de entrada a su discografía fue New, su último disco. Valentina no necesitó convencerme de viajar a Montevideo. New es por lejos el disco más adelantado y fino de rock en el siglo XXI.    
Durante el recital recordé los detalles de esa conspiración disparatada difundida por un canal cubano. Me dije que si fuera un doble, el impostor debería haber dejado de ser Paul y ser sí mismo tras la disolución de los Beatles. ¿Por qué había decidido seguir siendo Paul y componer a su manera durante tantas décadas en vez de saltar al anonimato con una fortuna a cuestas? He aquí un misterio válido tanto para el imposible impostor como para Paul: ¿cómo hizo para mantener intacto durante cinco décadas, y a los setenta y dos años, el hilo de una identidad compositiva? No es cuestión de originalidad sino de genio, y esto es infalsificable.
Durante nuestra estadía en Montevideo, fantaseamos con encontrar a McCartney en la calle. Al parecer, en una ciudad tan tranquila, McCartney caminaba, andaba en bicicleta y comía afuera. Nuestra fantasía se fundaba en un hecho. En abril de dos mil doce, un primo mío que suele pasar largas temporadas en la costa uruguaya, entró a una estación Ancap sobre la ruta Interbalnearia que conecta las playas del este con Montevideo. Se sentó en una mesa del minimercado a tomar café. Desde ahí, al rato, vio a un hombre que descendía de una Van polarizada por la puerta del acompañante y entraba al minimercado. En esa primera ojeada, podría haber sido confundido con un turista más de los tantos que ostentan bienestar y prosperidad. Pero mi primo notó en él un aire familiar y lo estudió. A medida que pasaron los segundos, sospechó que quien ahora se paseaba por las góndolas y elegía un alfajor, un chocolate y una Coca light, era un doble de McCartney. Concluyó que el doble McCartney adoraba ir a Uruguay y vacacionar en alguna localidad presumiblemente exclusiva, como José Ignacio. Cualquiera en el lugar de mi primo habría reaccionado con el mismo escepticismo al ver a un semidiós traspapelado en la mundanidad. Recién cinco días después, se enteró de que el cerebro de los Beatles había estado en Uruguay y había actuado ante cincuenta mil personas en el estadio Centenario.    

- Publicada en Perfil Cultura el 04/05/14


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