Usar un control remoto se me representa como un acto de otro tiempo. Sé
que exagero, pero en Cuba cada movimiento tiene una cuota de anacronismo.
Recuerdo que esa vez, haciendo tiempo hasta que me viniera sueño en un hotel
habanero, hice zapping y me topé en la televisión con un documental en el que,
con pruebas fehacientes –como una supuesta grabación de George Harrison-, se
aseguraba que Paul McCartney había muerto en un accidente en mil novecientos
sesenta y cuatro. Según la versión, había sido reemplazado por un doble al que
los servicios de inteligencia habían entrenado para encubrir la muerte de Paul y evitar una ola
de suicidios entre los jóvenes fans. Paradójicamente, la prueba fehaciente de
que el MI5 había entrenado a un doble hasta transformarlo en una perfecta
copia, residía en que cantaba igual y era también zurdo.
Hace dos semanas, Paul McCartney tocó en Montevideo. Mi afición a los
Beatles es tardía y producto del amor: Valentina me enseñó cada rincón de la
banda. A esta altura, creo haber escuchado y entendido todos los discos a
través de ella. El siguiente paso en esta conversión beatlemaníaca, consistió
en recorrer la carrera solista de McCartney. La puerta de entrada a su
discografía fue New, su último disco. Valentina no necesitó convencerme de
viajar a Montevideo. New es por lejos el disco más adelantado y fino de rock en
el siglo XXI.
Durante el recital recordé los detalles de esa conspiración disparatada difundida
por un canal cubano. Me dije que si fuera un doble, el impostor debería haber
dejado de ser Paul y ser sí mismo tras la disolución de los Beatles. ¿Por qué
había decidido seguir siendo Paul y componer a su manera durante tantas décadas
en vez de saltar al anonimato con una fortuna a cuestas? He aquí un misterio
válido tanto para el imposible impostor como para Paul: ¿cómo hizo para mantener
intacto durante cinco décadas, y a los setenta y dos años, el hilo de una
identidad compositiva? No es cuestión de originalidad sino de genio, y esto es infalsificable.
Durante nuestra estadía en Montevideo, fantaseamos con encontrar a
McCartney en la calle. Al parecer, en una ciudad tan tranquila, McCartney
caminaba, andaba en bicicleta y comía afuera. Nuestra fantasía se fundaba en un
hecho. En abril de dos mil doce, un primo mío que suele pasar largas temporadas
en la costa uruguaya, entró a una estación Ancap sobre la ruta Interbalnearia que
conecta las playas del este con Montevideo. Se sentó en una mesa del
minimercado a tomar café. Desde ahí, al rato, vio a un hombre que descendía de
una Van polarizada por la puerta del acompañante y entraba al minimercado. En
esa primera ojeada, podría haber sido confundido con un turista más de los
tantos que ostentan bienestar y prosperidad. Pero mi primo notó en él un aire
familiar y lo estudió. A medida que pasaron los segundos, sospechó que quien ahora
se paseaba por las góndolas y elegía un alfajor, un chocolate y una Coca light,
era un doble de McCartney. Concluyó que el doble McCartney adoraba ir a Uruguay
y vacacionar en alguna localidad presumiblemente exclusiva, como José Ignacio. Cualquiera
en el lugar de mi primo habría reaccionado con el mismo escepticismo al ver a
un semidiós traspapelado en la mundanidad. Recién cinco días después, se enteró
de que el cerebro de los Beatles había estado en Uruguay y había actuado ante
cincuenta mil personas en el estadio Centenario.
- Publicada en Perfil Cultura el 04/05/14
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