Me senté a escribir en una computadora ajena y en una casa extraña, sólo para adivinar dónde descansa mi actual vacío, enfrentar una página en blanco que sea real, porque ese vacío muchas veces se superpone a la ficción de la memoria.
Por fin la página en blanco. Quienes la esperan no saben lo que les espera. Una página en blanco no coincide exactamente con el vacío de la página: es la resta de la escritura, su propio olvido y su devenir. La página en blanco preanuncia el esqueleto de la tragedia y una potencia otra vez deshabitada, negativa. La página en blanco: un velo plural.
Ese velo omnívoro se multiplica sobre el que escribe a medida que no escribe. La página en blanco advine como herejía o como vacío. La última vez que la enfrenté esa página se había yuxtapuesto a la crisis del 2001. Y mi salvoconducto, la sustitución absoluta de lo real, consistió en una supresión del tiempo que denominé futurismo pero que en realidad era una extracción mitológica: lo divino arrinconaba la voluntad humana en una geometría apolítica que, por intervención del Estado, sólo podía corresponderse con la del mundo animal -en definitiva, lo que implica en el hombre cualquier tipo de relación con la Naturaleza es la mimesis: el abismo inverso.
Me pregunto sobre qué estoy escribiendo en este momento. Supongo que sobre mi pasado y las implicaciones de mi deseo en la exigencia de un futuro que siempre es la ambición perfectible de un semblante. Eso es lo que pesa del velo o de la página en blanco. No que detrás haya una pasado. Sino que el pasado este presto a aparecer bajo otro rostro y otra pregunta.
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