Visita sanitaria a la abuela, otra vez. Mi madre y sus hermanos están de vacaciones y me han encomendado este ingrato destino para los sábados. Después de un impase, ésta tarde volví a despintar puertas y los efectos del decapante, amalgamados con los de la cerveza, me transforman en un hombre al que la presencia de la civilización, fraguada en cada objeto y escena urbana, derrite irremediablemente.
Entro sigiloso. La anciana, en plena tarde canicular, está liada entre frazadas. Una pierna pálida y esquelética asoma por un costado como la cola de un lagarto. Le hablo, pero tarda en reaccionar. Por fin se da vuelta y simula un espasmo. Lleva en la frente un pañuelo húmedo con lonjas de papas incrustadas como apliques. Si las lonjas fueran plateadas y azul la bolsa de sus ojeras, parecería una extraterrestre. Pregunto qué pasa. Ella está más sorda que otra veces; cada vez que trata de reponer algo, no puede retener la palabra mamita, mamita. No hay susto en la invocación; es una palabra que la acompaña, sella su soledad.
"Hablá más fuerte", me dice. Lo hago pero la pícara sigue sin escuchar y repone, "no, no, veni más cerca, no escucho, hoy hablé mucho". Intenta incorporarse, mamita, mamita. Esa palabra en boca de una abuela recupera un peso abstracto. "Dormí, dormí", insinúo, "yo mientras leo un rato y después me voy". Ella no escucha. Ay, mamita, mamita. Es imposible saber si le duele la cabeza o qué. Me pide un té y se me ocurre que moler en la infusión una dosis de alplax -el sedante de cabecera que ingiere cada noche como caramelos- podría acelerar mi vuelta a casa. En general ella deduce sus padecimientos de un hecho: hace diez años que no duerme, y eso, pese a la estricta dieta, ha ido minando su salud. Naturalmente es una gran patraña; más de una vez mi madre la encontró con las manos en la maza, roncando a cualquier hora. Sucede que en una vejez solitaria el acto de dormir toma un carácter inverosímil. El dormir es un acontecimiento en el que puede desatarse la temida conspiración natural: para las viudas ya nadie custodia el azar. Sobra tiempo en lo cotidiano pero se ha acabado la temporalidad de la vida. Su estadía en la tierra consiste en congelar el azar. O colgarse de él, tipo murciélago.
Voy a la cocina. Pongo la pava al fuego maldiciendo la pérdida de tiempo. Pienso en los cuarenta minutos de colectivo que me esperan. En la heladera, un cartel versa:
TRES ASESINAS BLANCAS:
AZUCAR
HARINA
SAL
Praparo el té y me asomo al cuarto. La abuela dormita. La pierna pálida coletea e intenta volver a su guarida, bajo las cobijas. Pienso que podría dejarle el té en la mesita de luz y darme a la fuga. Por un segundo se me pasa por la cabeza una imagen: yo empuñando un escoba y dándole palazos en la joroba. La ocurrencia, naturalmente, rima y me predispone a prolongar la visita.
Después de tomar el té, ella súbitamente me pregunta qué pasó, si la niña de quince años se casó o se murió. No entiendo de qué habla, y no me sorprendo, es parte de nuestras veladas: o me habla de comida o se transforma en un oráculo. Como insiste en lo mismo y agrega "pero querido, todas tus historias trascurren en un hospital... Hay muchos enfermos, todos se espían, los vecinos, todos, todos colgados de las paredes, qué horror, pobre la muchacha", yo empiezo a intuir. Ha estado intentando leer la novelita que le regalé una semana atrás. Como lee ahí -y en el mundo en general- un argumento de telenovela, se niega a entender el destino de la protagonista, una niña prostituta que termina amasijada por un "señor mayor". Sabía que para mi abuela un regalo de este tipo era un arma de doble filo. Entonces me corresponde padecer el delirium tremens y el ardor de otra tarde inútil.
2 comentarios:
qué lindo cuento. Una pregunta: el cartel de las asesinas blancas lo escribió ella o lo sacó de una revista?
Laura, el cartel lo escribió ella, que es una teórica de la nutrición. A propósito, no es un cuento, la anécdota es parte de mi drama.
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