Cada
vez que viajo con mi bicicleta en el furgón de la línea San Martín, no deja de
sorprenderme que esté repleto de pasajeros echados en el suelo incluso mientras
en el resto de los vagones haya asientos vacíos. La cantidad de bicicletas
colgadas a menudo se reduce a dos o tres. El furgón parece el último círculo del
infierno, donde se agrupan per se lisiados, fumadores, bebedores, y algunos
polizones. Supongo que esa autodeterminación trasluce en realidad un tipo de discriminación
y un maltrato social que, reiterado en el tiempo, lleva mecánicamente a la autosegregación:
viajar en la zona más clandestina. Algunos, incluso entrando por el medio del tren,
se dirigen al final o al principio, sin levantar la mirada, como si hubiera un
lugar de pertenencia en cada uno de los furgones ubicados en los extremos. Aunque
el tren no esté dividido explícitamente, hay dos clases demarcadas por el uso y
la costumbre.
De los
trenes que conocí, los de la India fueron los que más clases presentaban: 1 ra,
2 da, 3 ra con asiento reclinable, 3 ra con asiento no reclinable de madera.
Luego el techo -más que una clase, una dimensión-, donde viajaban los
intocables. En ese sistema de exclusión que reproducía el de las castas, había
una sobredeterminación precapitalista, con miles de años encima. En los trenes
nocturnos la cantidad de clases se duplicaba: camarotes individuales dignos de
un príncipe, compartimentos con dos literas, con cuatro cuchetas, con seis, con
ocho. Cuchetas que eran simples tablas de madera y producían la impresión de
que ahí se apilaban cuerpos para una autopsia. Cuchetas mullidas para las
castas intermedias. Compartimentos precarios en donde no había cuchetas sino
asientos de madera rígidos, y en donde a la noche se agrupaban los fantasmas
confinados en los techos. Sólo un extranjero tenía la posibilidad de atravesar
todas estas clases sin pudor. Un indio de casta alta tal vez nunca viaje en su
vida en 3 ra ni en los compartimentos nocturnos en los que se hacinan, como en
cárceles, los descastados. A la vez un indio de casta baja, teniendo el dinero,
jamás viajaría 2 da clase, por pudor y karma.
En
otros trenes, como el Shinkansen en Japón o el KTX en Corea, las clases son
dos, bastante imperceptibles e intercambiables debido al exceso de confort. Sin
embargo los vagones más buscado por los pasajeros no son los de cierta clase,
sino los de fumadores. Ahí, en torno a una debilidad, se agrupan plácidamente
todas las clases sociales. Como si en esa comunidad se activara una liberación,
los pasajeros fuman sin parar las dos horas que dura un viaje en tren de alta
velocidad y las caras apenas se ven entre la frondosidad del humo. La mala
prensa del tabaco en el mundo, sin embargo, no ha desalentado a los ejércitos de
fumadores ni en Japón ni en Corea, y todavía hay bares y restaurantes que
rechazan esa clasificación occidental: fumadores y no fumadores. Lo mismo
podría decirse sobre la comida. La cocina no contempla el vegetarianismo, sino
las dietas elaboradas a partir de una tradición culinaria, y los restaurantes
se dividen por especialidad: sopas de fideos, sopas de mariscos, pescado crudo,
carnes rojas, intestino, sushi, yakitori, etc... En alguno, ocasionalmente,
puede haber platos vegetarianos: tantos como el número de fumadores en el vagón
de no fumadores.
* Columna publicada el 1/11/15