Suelo soñar con urbes cuyas arterias sean
ríos, arroyos, universos metonímicos como los de Italo Calvino en las Ciudades
Invisibles. Con una vida que extrañe la comodidad, una vida de rituales físicos
y cansancio prematuro, donde los estímulos lleguen tan ralentizados y
adelgazados por los obstáculos topográficos que la sensación inminente de escasez
perfore la conciencia. Esa zona de destiempo podría ser el Tigre. En otro
tiempo, el Tigre fue un lugar lejano y inhóspito con sus crecidas, hecho para
la clandestinidad. Ya en el fin de la primera sección, las ocasiones de recreo son
mínimas y las horas pasan formando bloques que sólo contienen manifestaciones
subjetivas relacionadas con el sonido de una lancha que se anuncia a lo lejos y
a veces nunca llega, la altura del agua y su rumor, el canto de un pájaro, una
avioneta. La lancha panadera, la lancha almacén, son ocasionales atajos para la
supervivencia y con los días he terminado por creer que son un mito popular.
En una isla inevitablemente uno tiene la
fantasía de vivir en un antes. En un “antes” sin otro, previo a cualquier tipo
de socialización. El único modo de proteger una isla del otro, pienso, es ser el
primero en habitarla. En el Tigre nada de todo esto es posible, desde luego. En
cada isla, decenas de lotes que en los mejores momentos del día parecen
abandonados, en la noche se vuelven territorios de un futuro deshielo bajo la
niebla que sube del agua. Un día sin embargo una canoa llega y se detiene en un
muelle a cien metros. Bajan dos hombres de piel oscura y pelo canoso sin decir
palabra alguna. La canoa comandada por un chico que no supera los quince años, se
retira en silencio, camuflada en el paisaje. Los recién llegados hablan. Tienen
voces parecidas, por momentos parecen ser una misma persona que cambia de tono.
Pese al evidente desacuerdo respecto a
una cuestión, no discuten. El tiempo vuelve a correr. El túnel de árboles inclinados
sobre el río funciona como cámara de resonancias y transporta, intactos,
ciertos diálogos. Los recién llegados, que para mi gusto pasan a ser intrusos,
dirimen una cuestión crucial. No hay preguntas ni respuestas. Sólo un
contrapunto de afirmaciones en la funda de dos voces siamesas. “Quince días”. “Diez”.
“Pasado mañana se olvidan de nosotros”. “Poné música”. “Sos boludo, poner
música, mirate este paisaje, disfruta el sonido de los pajaritos”. “Disfrutar… No
puedo”. “Vamos a llamar la atención con música”. “No aguanto diez días sin
cumbia, Mono”. “Tenemos que guardarnos, Leto. Escuchate ese grillo”. “Paraaaaá”
dice Leto y desaparece entre los árboles, hacia el interior de la isla. Mono
permanece quieto unos segundos, y va detrás caminando como un pato. Es chueco y
por el ademán reiterado de levantarse el pantalón al andar, se me hace evidente
que viste ropa prestada. El gesto no desentonaba demasiado con su apodo, pienso.
“No corrás”, dice Mono, y luego vocifera,
como si correr fuera lo peor que pudieran hacerle a un chueco entrado en años:
“hijo de la remil puta, no corras, te dije”.
Imagino a Leto perdido en el corazón de la
isla. A las pocas horas veo a Mono asomarse a río solo y cauteloso, como si
espiara. Incluso en ese momento no me descubre. A las pocas horas, la misma canoa
que lo trajo para en el muelle. Mono sube, consternado, sin que medien
palabras, y la embarcación se aleja en dirección opuesta a mi mirada.
* Publicado en Cultura Perfil el 5 de abril de 2015
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