Cruzarse
a un inglés en viaje es algo excepcional. No porque falten, sino porque orbitan
en el extranjero como aristócratas irracionales. Una vez mi padre, en los
setenta, en las calles de Río de Janeiro, se cruzó con un inglés que iba cuesta
arriba hablando con un local. Todo en este inglés que llevaba un sombrero
panamá parecía enrojecido por la luz. A los veinte metros mi padre se detuvo,
incrédulo, y se dijo que ese hombre, mucho más pálido y pelirrojo que en las
fotos de los discos, no podía ser sino George Harrison. Compró un diario y terminó
de comprobar que no había alucinado y Harrison estaba en Río de Janeiro.
No
hay acento ni aspecto que delate más a un viajero que el de un inglés. Cierto
modo mortecino de caminar es característico incluso en las complexiones más
atléticas. Cierta vez, en un bar de Luang Prabang, un joven bronceado me pidió
permiso para sentarse en mi mesa. Por el acento no sólo noté que era inglés,
sino que hablaba un idioma de otra época. La entonación era engolada y estaba repleta
de apócopes. Al rato de conversar
comprendí el linaje de ese acento: hijo de un Lord, físico laureado en la
Universidad de Cambridge. Hastiado de las exigencias académicas y de los protocolos,
tras la muerte de su madre se había echado a viajar por el mundo y vivir amores
con jóvenes que no hablaran su lengua.
Días
atrás, mirando una película, me vino a la memoria este físico que probablemente,
después de un año de rebeldía, haya regresado, reclamado su linaje y recuperado
su altar en la sociedad. El film en
cuestión, The imitation game, está
ambientado en la segunda guerra y narra de forma espectacular el desarrollo de
una máquina –o una proto computadora- para desencriptar el código Enigma que
volvía indescifrable las transmisiones secretas de los submarinos nazis. Hay un
hecho sorprendente que no tiene que ver con la película ni con la máquina
milagrosa, sino con la biografía de Alan Turing, el prodigio inglés de las
matemáticas egresado de Cambridge que comandó el exitoso experimento y luego
cayó en desgracia. En el año cincuenta y
dos Turing fue procesado, condenado por prácticas homosexuales y castrado
químicamente. Dos años después se suicidó. Las reglas de una sociedad todavía
bajo el influjo de la moral victoriana, parecen explicar la injusticia que se
abatió sobre Turing. En las colas finales de la película se aclara que en el ¡“dos
mil trece”!, sesenta años después, sólo después de una intensa campaña y a
pedido del Ministro de justicia británico, la reina Isabel le concedió el “indulto
póstumo”. Entonces, de golpe, me sumergí en la duda. ¿Desde hace cuánto la
reina de Isabel es reina? En mi memoria, la reina siempre fue la misma, una anciana
cerúlea, de pocos gestos y rigurosa etiqueta. Tras cortas averiguaciones, me
enfrenté a un dato que de tan obvio es invisible: ascendió al trono a
principios de mil novecientos cincuenta y dos, antes de la persecución a
Turing, lleva sesenta y tres años reinando, cifra ni siquiera superada por
Fidel Castro en Cuba. Algunos otros parámetros sirven para magnificar fechas:
no existían todavía los Beatles. Resulta sorprende que antes y después del Rock,
la reina sea la misma; también que en algunos países como Cuba o Corea del
Norte, el poder haya adoptado disimuladamente la genética de la monarquía y
padres, hijos, hermanos, trafiquen el privilegio de gobernar o vivir como lords
del subdesarrollo.
* Columna publicada el 19 de abril de 2015.
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