En
los bares, a altas horas, entre una corte de beodos y amistades espontáneas, se
cuece el caldo de las mitologías. Un poeta chileno, con varias cervezas negras
encima, me sugiere que la aristocracia inglesa manda a bordar a la India las
prendas de seda más delicadas. Son bordados que sólo manos chicas y suaves pueden
plasmar, aclara. Mientras más pequeñas, mejor para la trama. En general, los
bordadores, con pulso perfecto, concentración y velocidad récord, no tienen más
de nueve años y llegan a la adolescencia con la vista arruinada. Es un trabajo
fino que sólo puede ejecutarse desde la inocencia, como un juego, y sin
conciencia del perjurio que apareja la alta precisión. La posibilidad de bordar
esos dibujos únicos se termina con la infancia. Luego vienen otras formas de
explotación más diversas –e igual de adversas-.
Aunque
el poeta después confiese haber recabado la noticia en un diario apócrifo, es
verosímil que en un futuro cercano ejércitos de bordadores trabajen, a través de
intermediarios, para una aristocracia obscena compuesta por estrellas del
espectáculo popularizadas por un diario amarillista como The Sun. Recuerdo que
años atrás, de las calles y los mercados de India me sorprendió la cantidad de
puestos destinados a la confección instantánea de ropa. Ya al pasar caminando
frente a la tienda a uno le tomaban las medidas y en cuestión de cinco minutos
un sastre confeccionaba pantalones y camisas en un algodón de hilo de una
calidad difícil de encontrar, a precios irrisorios.
Me
quedo pensando si Argentina, en algún momento, proveerá esa mano de obra.
Y
entonces vienen a mi cabeza los talleres clandestinos instalados en Liniers,
Floresta y Bajo Flores, que de algún modo fecundan toda la mitología
relacionada con la costura como área de esclavitud contemporánea. Las formas de
explotación laboral más cruentas y difundidas han tenido lugar en estos
cuarteles suburbanos, donde ejércitos de inmigrantes permanecen cautivos e
indocumentados en casas ciegas, para abastecer la demanda de “la burguesía
nacional”. Cada tanto se destapa algún caso o un incendio muestra la tragedia.
Hace poco dos niños murieron en un sótano que funcionaba como taller
clandestino. Tenían la edad que, según el poeta chileno, deben tener los niños
en la India para atender los antojos textiles de la aristocracia inglesa o la que,
sin recurrir ya a mitologías, deben tener en Tailandia y Camboya para
satisfacer los caprichos del turista sexual más obseso y estrambótico.
Si en Inglaterra no hay talleres clandestinos con
cientos de inmigrantes menores de edad, se debe a que los sueldos están en libras
y no en rupias o pesos argentinos, y a que las inspecciones no son tan
permisivas como durante la revolución industrial. La ruindad, la vileza del patrón
explotador para quien el trabajo infantil no es un obstáculo para la ambición,
está expuesta en las novelas de Dickens… ¡Casi doscientos atrás! La decrepitud
de los talleres de Floresta y Bajo Flores, con sus condiciones de hacimiento,
sus sótanos, su luz lóbrega, parece vinculada a esa mitología dickensiana. Sólo
que las formas de explotación han mutado. La mayoría de los países produce sus
prendas en Asia, donde la mano de obra es muy barata y las leyes laborales son más
laxas. Argentina, hoy, por vicisitudes de política exterior económica, importó
un modelo de producción para satisfacer una demanda interna, a un coso impredecible.* Publicado en Cultura Perfil el 17 de mayo de 2015
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