Recuerdo que en La Habana siempre me sentí menos extranjero que el
resto de los extranjeros, pese a que en la década del noventa, cuando fui por
primera vez, en pleno menemismo y en pleno periodo especial, no había nada tan
poco familiar y hospitalario como ese comunismo desabastecido. También recuerdo
que, un poco por instinto de supervivencia y otro poco por gusto, absorbí el
acento y empecé a vivir otra historia, una vida cuya particularidad residía en
la normalidad, en la posibilidad de camuflarse y tener una rutina, y no en la aventura.
Cada tanto revisito historias de viaje y corroboro que la
escritura no tiene relación alguna con la intensidad de algunas experiencias. Esa
misma intensidad parece perder consistencia en la memoria, evaporarse y a veces
hasta tornarse falsa, y experiencias diferentes –no por menores sino por
regulares y predecibles-, en cambio, se vuelven cruciales con el paso del
tiempo. Sobre la India escribí una vez y no me extraña, sin embargo, no haber
vuelto a escribir al respecto. Marcó un antes y un después en la experiencia
adolescente de mochilero, pero no en la vida. Es un lugar con implicancias
espirituales pero no políticas, un lugar ínclito para la literatura de viajes
anglosajona pero en la que raramente un escritor latinoamericano –con excepción
de Octavio Paz, que ahí residió como embajador- pueda encontrar un campo cómodo
de reflexión.
Tal vez de todo esto se desprenda la dificultad para anecdotizar y
recaer en una apología del exotismo sin sentir una impostura. Lo mismo podría
decir de Japón o China. Epicentros de exotismo que no me urge repensar, a pesar
de los trazos de belleza y los rituales deslumbrantes que una serie de fotografías
resumirían mejor. Seúl, en cambio, quizás por haber residido ahí un tiempo,
para mí es un epicentro político y no comprende ningún recuerdo turístico, haya
existido o no belleza en los episodios contemporáneos que me tocó presenciar.
Por eso, a la hora de
escribir, vuelvo a los reinos cotidianos en los que creí vivir la vida de otros
como propia. Zonas donde enigmáticamente me proyecté como ciudadano, bajo la
ley, al respirar la Historia del pueblo. Una de los problemas que apareja
escribir sobre un viaje exótico reside en que uno puede quedar más allá de la
ley, en una dimensión autónoma. Esos viajes no parasitan los sueños porque la
aventura en sí resulta pura subjetividad en tiempo presente y, a la manera de
una foto, no se perfecciona en el recuerdo. Los lugares en los uno vivió la
vida de otro, es decir, otra vida, son en cambio el escenario del sueño y no
dejan de mutar.
La ciudad de La Habana, desde aquella primera visita en los
noventa, en sueños a menudo se mezcla con el plano de Buenos Aires y da una
ciudad que podría existir en otro universo, que mezcla atributos de tal manera
que castrismo y peronismo se sintetizan en escuelas arquitectónicas y rutinas:
en los cafés, en un tipo de vida pública sin descanso, exuberante como la de
Nueva York en la década del cincuenta. De hecho si alguna ciudad tiene el
espíritu de esa metrópolis soñada, es Nueva York. No la actual, ni la futura,
ni la que podría originarse en la combinación con otra ciudad, sino la de la
década del cincuenta, con sus gángsters, sus colmenas de inmigrantes, sus
clubes jazz y sus autos –traspapelados, como signos, en La Habana actual bajo
apelativo de almendrones-.
Columna publicada el 22/03/15 en Perfil Cultura.
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