Cuando los escuché en versión acústica, en un
pub suburbano de Manchester, pensé que esos dos hermanos cuarentones que habían
subido al escenario a tocar un tema invitados por amigos que cumplían años, si
componían tres temas como el que zapaban, podían hacer historia. La banda no
tenía disco aún, me enteré después, conversando en la barra con uno de los
músicos. Pero el tema que habían tocado por primera en vez en vivo había nacido
el día anterior, se titulaba The Ship y era el comienzo de un dúo que llamarían
Black Rivers.
Asistir a la creación y luego a la emergencia
de una banda sucede en casos excepcionales. En general por casualidad, estar en
el lugar y en el momento indicado; cuando uno va hacia una banda, ya es tarde, el
grupo tiene un público y cierto grado de visibilidad. No supe si con Black
Rivers había asistido a una concepción milagrosa. Pero sí a una especie de
emergencia originada en una sospecha: The ship tiene lo mejor de la épica de Tindersticks con
algo de rock progresivo y folk celta. Me dispuse a esperar, me suscribí al
newsletter del grupo y con el tiempo me olvidé de ellos.
Por uno de esos newsletters, tiempo después, me
enteré de que Black Rivers sacaba su primer disco. Me dispuse entonces a
escuchar el disco para anticiparme, impulsado por la fantasía de haber
descubierto incidentalmente una gran banda aquella noche en Manchester. Al
terminar la escucha, entendí que todas las canciones eran un relleno para The
Ship, y que no se distinguían del resto de la producción del indie pop
británico actual. Esa rara mixtura de folk con rock progresivo que asomaba en
The Ship no había sobrevivido, al parecer, a la presión de la industria o a un
productor, y el resultado era un primer disco demasiado blando y olvidable, con
una gran canción intrusa.
Intrigado por este resultado mediocre,
investigué en internet. Me enteré de que los hermanos que formaban la banda,
Jez y Andy Williams, tenían en el rock británico una larga trayectoria al
frente de los Doves. Entonces escuché algunos discos de Doves y llegué a la
conclusión de que la originalidad de la banda alcanzaba la media de una argentina,
y que la única diferencia era que el vocalista ganaba decoro cantando en
inglés. Es decir, Doves había sido una formación predecible, como tantas otras,
que calcaba las melodías advenedizas de Oasis, Stereophonics y The Verve y, a
diferencia de estas, no había conseguido meter un Chart en los UK top cuarenta.
Me quedó entonces el interrogante: ¿por qué o cómo Jez y Andy Williams habían
llegado a componer The ship? ¿Cómo un tema puede ser tan ajeno a la genética de
sus integrantes? ¿Debe una banda juzgarse por su tema mayor, como decía Borges
en relación a las obras de los escritores?
Deseé volver a aquella noche en Manchester,
acercarme a Jez, el músico de porte elegante y facciones castigadas con el que
había hablado, y preguntarle cómo habían logrado cultivar una perla en la
mediocridad. Este, de alguna manera, es uno de los grandes misterios que
recorren la historia del arte. El estado de gracia que se desploma sobre un
hombre, habita a un compositor o a un escritor y se esfuma para siempre, con la
misma gratuidad, implantando un recuerdo ajeno que jamás será superado ni borrado.
Columna publicada en Perfil Cultura el 22/02/15
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