Hace muchos años, antes del huracán Katrina, New Orleans era una
ciudad que mezclaba en sus calles una belleza cosmopolita, de puerto trajinado,
con algo de parque de diversiones. Se
podían rastrear secuelas de la guerra de secesión en la mentalidad de la clase
alta, resabios de racismo, pobreza y marginalidad en las clases bajas, algo de
jazz anticuado en las calles turísticas del centro. Además de visitar la casa
en la que William Faulkner había pasado alguna temporada y de la cual salí
impávido –es que muy pocas veces el hábitat fosilizado de un escritor transmite
algo de su universo-, me anoté en una excursión al delta del Río Misisipi. La
principal razón para esa excursión fue ritual: hacer pie en la geografía de Las palmeras salvajes. Corroborar si ese
Delta se correspondía con el que había imaginado, si era más oscuro o menos frondoso.
Suponía que en esa zona mítica experimentaría algo distinto a esa especie de
incredulidad taxativa que uno, como testigo, siente al pisar la casa de un gran
escritor –o lo que resta de esa casa: una puesta en escena articulada por
autoridades gubernamentales o por una Fundación-.
Me desperté muy temprano. Los organizadores de la excursión daban
por sentado que los visitantes querían asistir a un show y no concentrarse en
la naturaleza circundante, por lo cual un guía no dejaba de hablar, señalar y
eventualmente molestar animales –especialmente cocodrilos tristes que se abrían
paso entre camalotes y en teoría constituían la prueba fehaciente de que en la
zona todavía había fauna silvestre-. A
los lados, entre árboles inclinados, sobre pilares, cada tanto aparecían casas rurales
de estilo colonial francés. No puedo negar que la lancha de la excursión tenía
un profundo parecido con la lancha colectiva que recorría las distintas
secciones del Tigre. De hecho sólo había una diferencia: la lancha en su parte
posterior tenía un bar que ofrecía, además de bebidas y hamburguesas condimentadas
al estilo creole, merchandasing del río Misisipi. La excursión duró varias
horas, pero el movimiento de la lancha fue lento, con paradas preestablecidas;
calculé que habíamos ascendido por uno de los brazos del Misisipi apenas unos
dos kilómetros antes de emprender el regreso por otro brazo.
Un poco como sucedió con la visita a la casa de Faulkner y con el jazz
en las calles, me quedó en la garganta atravesado el sabor del fraude: la
visita a un parque temático donde el tiempo íntimo del espectador no se
refractaba en ningún punto de la naturaleza, ni podía ser interrumpido por algo
excepcional. La última vez en el Tigre recuerdo que a las tres de la mañana, sentado
en un muelle, en medio de la quietud, sumido en un promisorio tiempo íntimo,
irrumpió un barco con luces de neón negro y bolas de disco y música electrónica.
En la noche profunda el barco parecía venir de otra dimensión y estar a punto
de esfumarse en un agujero. Las siluetas, a través de los vidrios empañados,
eran borrosas, y algunas parecían corresponderse con la de cuerpos derretidos o
desinflados. Imaginé que esa nueva nave de los locos podía ir a la deriva durante
días y no ser percibida más que a la noche, bajo una luz íntima, como fragmento
rebelde de hiper realidad.
Columna publicada el 08/03/15 en Perfil Cultura.
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