El
árbol genealógico es una fábrica de anécdotas y viajes en sentido inverso. O de
viajes sin sentido. La pregunta por la genealogía no atañe al destino, sino a
una construcción ficticia de la identidad. En el camino de la ucronía, podría
imaginar y reinventar el viaje de mis antepasados a América. Ese viaje
aparejaría deducciones forzadas e incluso idealizaciones para ligar el presente
a un origen. Donde hay antepasados, siempre
se falsifican altares para pequeños próceres, pioneros, fundadores de pueblos, criminales,
figuras épicas que de la pobreza pasan a la riqueza y fundan la distinción de
un imperio a través del olfato comercial. Hay tantas generaciones en el medio
que ésta falsificación inevitable forma parte de un malentendido que va
creciendo como una bola de nieve, generación tras generación.
Durante
los últimos años, cada vez que crucé de Buenos Aires a Montevideo en ferry, me
vino a la memoria una anécdota que refería mi padre para mitificar la llegada
de los Coelho al Río de la Plata. Hablaba de un antepasado lejano como si fuera
un conquistador. El primer Coelho había llegado a Montevideo desde Portugal y
había fundado una empresa naviera para unir las dos ciudades del Río de la Plata,
lo cual con el paso del tiempo derivó en contrabando y transporte clandestino de
exiliados políticos unitarios durante el rosismo. En teoría, esa empresa lo
había vuelto rico y le había dado al
apellido una alcurnia. Mi padre heredó esa alcurnia imaginaria pero nada de
dinero. Con el paso de los años, esa alcurnia se esfumó y quedó el trazo de una
genealogía cada vez más mitificada, a la distancia, desde una perspectiva
nostálgica, a medida que su destino individual fue desdibujándose.
En
ese árbol genealógico no hubo más viajeros que el primero, ese que cruzó el Atlántico.
Sus descendientes migraron a Buenos Aires desde Montevideo y se dispersaron en
la pampa. Podríamos decir, si resistiéramos la tentación de la ucronía, que en
los pueblos de llanura engendraron monstruos familiares. En esto, y no en una
fundación o en un desembarco, gravita el origen. Por eso, tiempo atrás, cuando me
quedó claro que no existía ningún linaje y que la mía, como cualquier otra, había
sido una familia en constante batalla con la precariedad y las convenciones de
la época, exploré el mundo de la pampa seca. Más allá de Bahía Blanca y Coronel
Pringles, en el extremo de la provincia, donde en el siglo XVIII se instalaron
los primeros fuertes y se plantó el primer mojón para la posterior conquista,
un siglo más tarde, estaba el pueblo en el que mis abuelos se conocieron. Compuse
esa zona buscando una mitología familiar propia, no heredada. Bajé de la
estación de ómnibus al amanecer en un suburbio borrascoso y sin alma. Llegué al
centro, que se asemejaba a medias al pueblo de trazos coloniales y en pendiente
que había imaginado. Alguna vez ese territorio al borde del Río Negro debía
haber sido colonial, pensé. Faltaban piezas para que ese pueblo del lejano sur
se pareciera a un pueblo del Far West con Río. Lo que quedaba, erosionado por el paso del tiempo y el viento,
se compaginaba más bien con los sucesos que en aquel momento silenciaron a la
sociedad y dejaron desde entonces unida la palabra Patagones a una segunda
masacre: no la conquista del desierto sino la ejecutada por un chico de quince
años.
Oliverio
Coelho
* Columna publicada el 18/10/15 en Cultura Perfil.
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