La
primera noticia de Islandia me llegó a través de Borges. Recuerdo unas fotos de
Borges en el último periodo de su vida, cruzando un puente junto a la que sería
su viuda. Más tarde, investigando la biografía de Bobby Fischer, me llegaron
más impresiones de esa tierra que en verano parece deslumbrante y en invierno
se transforma en una celda ideal para sedentarios. Menos por Björk que por
Sigür Ros, empecé a escuchar música de esa isla y cierta vez, en un BAFICI, me
topé con una película que presentaba una hipótesis un tanto forzosa para
explicar por qué una tierra habitada por trescientos treinta mil personas,
había dado tantos músicos, con Björk a la cabeza, de renombre internacional en
las últimas décadas. El film atribuía este fenómeno por un lado a la necesidad
de pasar el tiempo en la depresión que cundía en los largos inviernos, y por
otro a la cualidad severamente insular que pesaba entre jóvenes que veían en el
rock la posibilidad de abrirse paso y migrar hacia otra isla, el Reino Unido. Estimo
que, en ese trance, para nadie la literatura resultaba una vía de escape.
A
esta altura cualquiera podría inferir que estuve en Islandia. Hace un tiempo, en tránsito hacia Seúl,
experimenté la fantasía de viajar como polizón hacia Reikjavic, la ciudad en la
que Bobby Fischer batió a Boris Spassky. Esperando mi vuelo hacia Seúl, en el
aeropuerto JFK, empecé a caminar al azar. De pronto di con una salita de espera
que parecía parte de otro aeropuerto. Una luz helada atravesaba el ventanal. Había
humo en la atmósfera. Sospeché que la gente fumaba, pese a la estricta
prohibición. Por la cantidad de personas, supuse que el avión que partía era
pequeño: tal vez una avioneta. Me ubiqué a un costado, en donde no pudieran
verme. Algo me resultó sumamente extraño desde mi posición de testigo
fantasmal. Al principio atribuí lo raro a las características provincianas de
esa sala. Luego entendí que el origen del extrañamiento provenía de la
homogeneidad reinante. Los presentes allí parecían miembros de una misma
familia. Imposible, en ese grupo, determinar la belleza de una mujer o un
hombre. Eran una unidad a tal punto que al momento de embarcar una azafata con
aire albino no les pidió ni boarding pass ni pasaporte. Les bastó mirarlos para
confirmar que pertenecían a la especie. Tal vez suponía que nadie en ese mundo
desearía recaer en Islandia como polizón.
Cuando
los últimos de la treintena de pasajeros terminaron de perderse en la manga que
conducía a un pequeño Boeing, me puse de pie. Me pregunté qué podía hacer de mi
vida al llegar a Islandia. Supuse que a mí sí me pedirían tarjeta de embarque.
Durante dos segundos imaginé el aeropuerto de Reikjavic, un gran galpón, simple
y frío como la salita de JKF. Luego, mis primeras horas en una ciudad de luz
azul, repleta de bares mortecinos y hombres abatidos por el aislamiento y la
endogamia. La salita de espera ya estaba vacía. Ni humo, ni ruido. Cualquiera
diría que el sitio siempre había estado así. Busqué a la azafata como alguien
que busca en un cenicero rastros después de alucinar a un hombre fumando.
Estaba todavía detrás del mostrador, y le bastó un segundo para entender que estaba
frente a otro de los tantos voyeurs que una vez a la semana se acercaban a
presenciar una partida de espectros.
* columna publicada el 4/10 en Cultura Perfil.
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