Alguna vez, al perder una campera en un pueblo de Suiza, me
dirigí a una oficina de objetos olvidados que queda al fondo de la estación. La
gente que se desempeña en esas oficinas cumple una función sobrenatural y
disimulada. Son de alguna manera los custodios de la vida cotidiana, obradores y
al mismo tiempo deidades escurridizas que parecen emanados de las penumbras de
Robert Walser. Al mismo tiempo, son los grandes benefactores del azar. Me
pregunto cómo será la vida de alguien que administra objetos que nadie reclama.
Y cómo será vivir en un purgatorio donde lo inerte seduce lo vivo.
En ese mismo viaje al lago Lemán, conocí gente que se desempeñaba
oficios estrambóticos y anacrónicos, pero nunca me sucedió algo tan llamativo
como en Caux, cuando bajé del tren para visitar a un amigo pintor que me
esperaba en la estación de Montreaux. Allí estaba él, sí, pero como una especie
de modelo vivo, junto a dos camarógrafos que se turnaban para documentar su
vida cotidiana las veinticuatro horas al día con una cámara digital. El
proyecto tenía algo descomunal que sólo podía calzar con la personalidad de un
megalómano capaz de creer, no sólo que su vida podía capturar la atención de
alguien, sino que podía vivir sin tiempo privado, sin secretos, sin intimidad
–aunque frente a la cámara pudiera falsificar algún tipo de intimidad-.
Los días en la casa de Caux me depararon experiencias estrambóticas.
La menor y más placentera, alimentarme de chocolate suizo, casi el único comestible
que mi amigo guardaba en las alacenas de su casa, junto a quesos que compraba
en granjas cada vez que, caminando por las montañas, llegaba a la zona de
Gruyere. Esa especie de peregrinación alpina por la zona de Gruyere fue otra de
las experiencias mencionadas. Debía ser documentado por los camarógrafos/súbditos.
Mi amigo debía posar en su paisaje natal, dialogar con un amigo de su juventud
–yo- y sobre todo mostrar destrezas físicas que no suelen compaginarse con la
rutina del artista.
Partimos temprano al amanecer, cuesta arriba. Los senderos
estaban en bastante mal estado y el día de caminata estuvo repleto de accidentes,
caídas, tobillos esguinzados. De cada percance mi amigo parecía extraer una
satisfacción secreta. Éramos criaturas inferiores que documentábamos la pericia
de un superhombre. Al mismo tiempo que evitaba socorrernos en cada accidente y
sonreía, nos negaba el agua y el chocolate, únicos víveres que cargábamos -suponiendo
que el recorrido duraría una hora- y que él administraba con avaricia en su
mochila. En las esporádicas paradas, a cada uno de los mártires que lo
seguíamos con resignación les permitía un trago de agua de la cantimplora y un bloque
de chocolate, lo suficiente para reponer energías. En cierto momento tuve la
certeza de que la misión de mi amigo era matarnos. Que no había retorno ni
final de camino. Que volvería solo, con los registros que quedaran en las
cámaras de los documentalistas esclavizados por el sadismo de un pintor. Fantaseé
con huir, salir del sueño y despertar. De pronto, cuando empezó a caer el sol,
asomó el lago a lo lejos. Mi amigo bajó con un técnica impecable y se perdió
entre las copa de los árboles, como un ciervo. Extenuados, los camarógrafos y
yo caímos en la trampa del descenso. Esa bajada abrupta deparó el doble de
golpes que el ascenso. Llegué último, de
noche. En la casa las luces prendidas del jardín, las voces, las risas y el
ruido de las copas, anunciaban una fiesta no anunciada.
* Columna publicada en Cultura Perfil el 20/09/15.
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