Alguna
vez escribí sobre estadías en hoteles de los que resulta difícil salir. Hoteles
contemporáneos y sin historia, que simbolizan la estadía en un país distinto y a
la vez sintetizan características culturales, incluso cuando ofrecen un confort
adaptado al habitante global. Recuerdo
uno en Seúl. Otro en Tokio. Ofrecían un tipo de confort que ningún oriental
sentiría del todo afín y que ningún occidental, a su vez, reconocería como
prototípico de oriente. Esos hoteles híbridos están en un limbo y son los más peligrosos.
Implican en sí un viaje y si la finalidad es conocer una ciudad, pueden
funcionar como trampas, madrigueras donde se reproduce el ocio, los tiempos
muertos, el estatismo y la laxitud mental. Para algunos escritores, detrás de
toda invitación a participar en un festival o feria, está latente la
posibilidad de transformarse en un habitante global pese al recelo rumiado
durante años, recaer en uno de estos hoteles y abandonarse, de una vez por
todas, en un hábitat pasajeramente embrionario.
Personalmente,
esa cuota de exotismo en formol que mantienen ciertos hoteles vistosos
-especialmente esos en los que los organizadores de ferias o festivales
insisten en alojar a sus invitados para impactarlos-, es tentadora al
principio. Produce hábitos inesperados que tienden a crear una comodidad nueva,
o mejor dicho, desconocida, ya que los hogares en general, sobre todo en una
ciudad como Buenos Aires, son nidos imprácticos repletos de parches que se
superponen a remiendos dejados durante décadas por el paso de sucesivos conspiradores
de la plomería, la albañilería o la electricidad, sin que males endémicos –la
presión deficiente de agua en la ducha, la baja tensión o la humedad bajo la
mesada, por ejemplo- encuentren una solución definitiva.
Alguna
vez sentí que en uno de esos cuartos luminosos, impregnados de minimalismo y
funcionalidad, adquiría conductas insensatas, a saber: bañarme varias veces al
día para aprovechar la presión del agua, cobijarme en tiernos toallones y pasearme
en la gruesa bata del hotel, escribir con la televisión prendida de fondo y dibujar
en un anotador con membrete del lugar.
Pese
a todo lo dicho, la condición excepcional y sanadora de esa capsula sin fallas
que puede ser la habitación de un hotel, se vuelve nociva después de un tiempo.
Un periodo de dos semanas, creo, alcanza para que se de una metamorfosis
anímica, el habitante global pierda su entusiasmo y se derrita e extrañando las
imperfecciones del hogar, grietas por las que en realidad respira gozosamente el
habitante sedentario.
Vivir
en un hotel más tiempo corroe el alma. Las costumbres inesperadas se evaporan y
dejan lugar al tedio pequeño burgués y la precaución. La televisión de fondo
aturde. El contacto del agua pierde nitidez. La bata se revela como un añadido
fraudulento en la vida cotidiana. El orden y la limpieza dejan de ser basales y
uno empieza a colgar del picaporte el cartel “NO MOLESTAR” para que la marea de
homogeneización alguna vez aliviante no llegue a las cosas dispersas, a los
objetos que en el suelo o en la mesita de luz luchan por su propiedad. Las
comidas empiezan a saber igual. En los desayunos uno ya no estudia las nuevas
camadas de familias que han llegado al hotel. Más bien evita todo contacto para
templar una mínima película de intimidad y volver a salvo.
* Columna publicada el 26 de julio en Cultura Perfil.
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