Hoy no he podido salir de la cama. De inmediato reconocí lo que venía descifrando en mi cuerpo: mis piernas poco a poco se paralizaban. Contaré un poco quién soy.
Según decía mamá, soy una replica en miniatura de un padre al que nunca conocí. Cuando mujeres anónimas me llaman para escuchar mi voz y tengo que limitar las expectivas dando cuenta de mi tamaño, inmediatamente me remito a lo que los médicos llaman atrofia "en el desarrollo motriz y muscular". Me definen como liliputiense. El mote me halaga. Pero la palabra, a la hora de concertar una cita, no despierta tantos entusiasmos como el quilate viril de mi timbre. "Me reconocerás porque mido un metro y veinte" explico a fin de prevenir decepciones. Menos para descubrir qué hay detrás de una voz tan pulida que para comprobar que no les estoy gastando una broma, algunas pocas acceden a verme en "Las violetas". Entre estas, unas pocas, por caridad, me acogen en su lecho y me miman.
En realidad hablo en presente sólo por nostalgia. Después de todo, las cosas cambiaron, soy un enano viejo, y lo pertinente, para referir la dicha, sería usar los tiempos pretéritos que tanto aprecian esos otros enanos de mala laya, los poetas. Me explicaré... Desde niño mi madre percibió en la ventaja de mi voz una compensación divina por mi desgraciado desarrollo físico. Para educar mi pronunciación y calibrar mi timbre, me puso en manos de los expertos más prestigiosos. A los trece años se me planteó la disyuntiva: ser locutor en la radio o cantante de ópera. Como ésta última profesión, al exponerme en toda mi naturaleza, más que preparar futuros accesos carnales los anulaba de por vida, preferí la radio. A los veinte años ya era una estrella del radioteatro. Ya había pulido en la fantasía de mis oyentes femeninas un cuerpo exultante de fonemas. Por ese entonces comenzaron los llamados. Deseaba deshacer mis votos de castidad, y ordené al productor que diera mi teléfono privado a cuánta dama lo pidiera. Mamá, por ese entonces había muerto, y sólo lamenté que no hubiera llegado a presenciar mi irresistible ascenso.
Persuadido de que el hábito de la fornicación era el antídoto milagroso que me haría crecer, concerté una cita tras otra. Mi pequeña apariencia evaporaba enseguida el espejismo crecido en mi voz. Como si mi don proviniera de una grabación apócrifa, y mi única naturaleza fuera la de mi tamaño, me transformaba no sólo en un liliputiense -si fuera posible transformarse en lo que uno es- si no en un monstruo de tocador, un Budha desfigurado. Después de sucesivos fracasos, tomé la decisión de poner bajo aviso a las interesadas y dejar en manos de ellas la deleintante decisión de citarse con un liliputiense. Así, después de un tiempo, los primeros éxitosos amorosos, menos por voluntad mía -soy muy tímido en estas cuestiones- que por la presión de ciertos espíritus femeninos perversos, perdí la virginidad, y llegué a tener, en mis mejores momentos, después de años, dos amantes simultáneas.
Según decía mamá, soy una replica en miniatura de un padre al que nunca conocí. Cuando mujeres anónimas me llaman para escuchar mi voz y tengo que limitar las expectivas dando cuenta de mi tamaño, inmediatamente me remito a lo que los médicos llaman atrofia "en el desarrollo motriz y muscular". Me definen como liliputiense. El mote me halaga. Pero la palabra, a la hora de concertar una cita, no despierta tantos entusiasmos como el quilate viril de mi timbre. "Me reconocerás porque mido un metro y veinte" explico a fin de prevenir decepciones. Menos para descubrir qué hay detrás de una voz tan pulida que para comprobar que no les estoy gastando una broma, algunas pocas acceden a verme en "Las violetas". Entre estas, unas pocas, por caridad, me acogen en su lecho y me miman.
En realidad hablo en presente sólo por nostalgia. Después de todo, las cosas cambiaron, soy un enano viejo, y lo pertinente, para referir la dicha, sería usar los tiempos pretéritos que tanto aprecian esos otros enanos de mala laya, los poetas. Me explicaré... Desde niño mi madre percibió en la ventaja de mi voz una compensación divina por mi desgraciado desarrollo físico. Para educar mi pronunciación y calibrar mi timbre, me puso en manos de los expertos más prestigiosos. A los trece años se me planteó la disyuntiva: ser locutor en la radio o cantante de ópera. Como ésta última profesión, al exponerme en toda mi naturaleza, más que preparar futuros accesos carnales los anulaba de por vida, preferí la radio. A los veinte años ya era una estrella del radioteatro. Ya había pulido en la fantasía de mis oyentes femeninas un cuerpo exultante de fonemas. Por ese entonces comenzaron los llamados. Deseaba deshacer mis votos de castidad, y ordené al productor que diera mi teléfono privado a cuánta dama lo pidiera. Mamá, por ese entonces había muerto, y sólo lamenté que no hubiera llegado a presenciar mi irresistible ascenso.
Persuadido de que el hábito de la fornicación era el antídoto milagroso que me haría crecer, concerté una cita tras otra. Mi pequeña apariencia evaporaba enseguida el espejismo crecido en mi voz. Como si mi don proviniera de una grabación apócrifa, y mi única naturaleza fuera la de mi tamaño, me transformaba no sólo en un liliputiense -si fuera posible transformarse en lo que uno es- si no en un monstruo de tocador, un Budha desfigurado. Después de sucesivos fracasos, tomé la decisión de poner bajo aviso a las interesadas y dejar en manos de ellas la deleintante decisión de citarse con un liliputiense. Así, después de un tiempo, los primeros éxitosos amorosos, menos por voluntad mía -soy muy tímido en estas cuestiones- que por la presión de ciertos espíritus femeninos perversos, perdí la virginidad, y llegué a tener, en mis mejores momentos, después de años, dos amantes simultáneas.
A pesar de todo, no crecí. La edad me fue encorvando y mi medulosa caja toráxica se angostó. La articulación de las rodillas -acá me remito a la sabiduría médica- sufrió una calcificación gradual, de modo que en principio perdí flexibilidad en las piernas, y al poco atractivo de mi estatura y mi edad avanzada, se sumó la dificultad para caminar. El timbre se fue opacando, aunque supongo que el espejo de sensualidad quedará intacto en esta, la primera grabación de la serie "diarios sonoros desde la alcoba"... Mi veteado esceptismo proviene de un solo hecho. Hoy no he podido salir de la cama. Hoy me he transfigurado de manera absoluta: soy ya un tullido hecho y derecho, y debo inventar un nuevo destino para mi pasado. Eso, tan sólo es olvidar. Velar una naturaleza humana y reponer su envés en un surco idéntico. Quizás un tullido despierte un amor distinto al que, en todas las mujeres, despertó el héroe, el liliputiense de tonada viril. Espero que estas grabaciones, cuando ya no exista, me deparen jolgorios: el amor del futuro.
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