Ayer el curso de mi monólogo interior giró entorno a la naturaleza enanoidal... Una amiga me invitó al teatro a ver Lady Macbeth. No tengo muchas palabras al respecto. Postrado ante una escenografía minimalista, tenía la impresión aliviante de que si realmente me decidía a estar ahí -y no a estar ausente en una fotografía que temporalizaba a siete liliputienses- me sentiría ante una obra sublime y declamada. Desde luego, esa obra exigía demasiado de mí, un espectador poco confiado en el sentido de las declamaciones y, en general, en el teatro parlamentado (aunque acá saltaba a la vista el gran oficio de Griselda Gambaro), y demasiado concentrado en la piel contingua de mi anfitriona. Fue ella la que más tarde, mientras comíamos, postuló la teoría de que los enanos no podían reproducirse, no porque a las enanas les estallara la panza como en principio yo supuse, si no por una cuestión genética. Luego me refirió una anécdota que, de tan feliz, redimió a mis enanos y los devolvió al olvido. Su madre había tenido un amigo de estatura normal que se había enamorado de una enana y se había casado. Hasta entonces yo creía que para los enanos la opción era el celibato, casarse entre sí, o inventarse una fantasía de galanes -como le ocurre al tierno personaje de Freaks-. El caso me resultó inexplicable hasta que ella me reveló lo más interesente del asunto: el padre del amigo en cuestión había sido un destacado "diseñador internacional" de bonsais. La manía paterna, heredada sin su referente, había recortado el mundo.
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